El triunfo in extremis esta semana, en el recuento de los votos por correo, del candidato verde Alexander Van der Bellen en las elecciones presidenciales austríacas frente al ultranacionalista Norbet Höfer del Partido de la Libertad (FPÖ) no debe ocultar la realidad -ni relajar la preocupación- del auge de la extrema derecha en gran parte de Europa. Aunque en Austria la pujanza del FPÖ no es una novedad, ya que hace 16 años Jorg Häider ya le convirtió en socio de gobierno del Partido Popular de Schüssel, con el consiguiente escándalo en la Unión Europea, que llegó a promulgar sanciones, nunca antes se había mostrado como alternativa. De hecho, solo el rechazo a que Höfer pudiera ser el presidente y la movilización del voto en torno a Van der Bellen impidieron que el FPÖ repitiera en la segunda vuelta el triunfo que, con el 30% de los votos, ya había logrado en la primera ronda de las presidenciales. Ahora bien, lo que en Austria no es novedad es tendencia en Europa. En Holanda, una reciente encuesta vaticinaba que los ultras del PVV de Geert Wilders serían la fuerza más votada en las elecciones del próximo año; en Francia, el Frente Nacional de Marine Le Pen ya fue primera fuerza en seis de las trece regiones en la primera vuelta de las elecciones de diciembre y numerosas encuestas sitúan a su lideresa como principal opción en las presidenciales del año que viene; en Alemania, el AfD de Frauke Petry ya es creciente tercera fuerza con más del 12% de los votos; en Dinamarca, el Dansk Folkeparti, segunda fuerza, forma parte del gobierno; al igual que los Verdaderos Finlandeses en su país o el Partido del Progreso noruego, sin olvidar al gubernamental Fidesz de Viktor Orban en Hungría... ni los tintes ultras del UKIP británico. El propio presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, ha advertido de la necesidad de detener el avance de euroescépticos y xenófobos que por primera vez han llegado a tratar de superar las divergencias que distancian a movimientos de corte tan populista para buscar una unidad de acción en la Eurocámara mientras tratan de articular un discurso común al que da aliento no ya la crisis de los refugiados, que sí refuerza una parte del mismo pero que no es sino el detonante del desencanto de las clases medias por la perdida de derechos y oportunidades y su desengaño ante la inoperancia de las instituciones europeas.