Un día después de que la delegada del gobierno en Madrid, Concepción Dancausa, dependiente del Ministerio de Interior que dirige en funciones Jorge Fernández Díaz, anunciase la prohibición de la senyera estelada en la final de Copa del sábado en el Calderón entre el Barcelona y el Sevilla, el increíble veto no solo no ha sido anulado por el Gobierno Rajoy sino que dos ministros, el de Justicia, Rafael Catalá, y el de Exteriores, García Margallo, lo han respaldado. De las declaraciones de ambos se desprende, por tanto, que la prohibición había sido aprobada por el Ejecutivo español o, en su defecto, que este pretende un uso político interesado de la polémica suscitada por la misma. Y en cualquiera de los dos casos quedaría deslegitimado democráticamente. Si compartía la prohibición, por impulsarla desde un exclusivo fundamento ideológico, el suyo, a pesar de la libertad de ideología que garantiza el art. 16 de la Constitución. También porque incumple el art. 20.1.a de la Carta Magna que reconoce y protege la libertad de expresión y el art. 20.2 que proscribe la censura previa. Si pretende aprovechar la polémica suscitada, por la utilización rastrera de decisiones arbitrarias con fines ajenos al interés público, no soportadas en la legalidad y con riesgo para la estabilidad social y el ya mermado prestigio de las instituciones, lo que cuestiona las garantías de libertades y derechos a que quedan vinculados los poderes públicos según el art. 53.1 del texto constitucional. La prohibición, en definitiva, sólo puede definirse como una absoluta barbaridad contraria a los más elementales principios democráticos y, por supuesto, imposible de sustentar, como se pretende, en el art. 2.1.b de la Ley 19/2007 de 11 de julio contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el Deporte. Considerar la estelada como un símbolo que “incita, fomenta o ayuda a la realización de comportamientos violentos o terroristas” supone una supina ignorancia de su creación, uso histórico y mayoritario empleo actual, así como de su reconocimiento en 2014 por el Parlament de Catalunya como “símbolo de una reivindicación democrática, legítima, legal y no violenta”. Y la sola pretensión desde cualquier ámbito institucional de prohibir su exhibición exige el cese inmediato de quien lo intenta y de quienes le apoyan por incitar el incumplimiento de derechos democráticos básicos, si no demanda su enjuiciamiento por atentar contra ellos.