no ha sido el naufragio que ha costado la vida a 400 personas -se trata de hombres, mujeres y niños, que huían de Somalia, Eritrea y Sudán y que habían partido de un puerto egipcio-, entre las costas de Libia e Italia, la primera tragedia en el Mediterráneo, aunque sí una más graves, comparable a la que ocurriera hace dos años y medio en Lampedusa o hace ahora un año en Calabria. Y ha sido la primera de estas grandes tragedias en la que el silencio y el oscurantismo de las autoridades europeas ha dificultado la confirmación de la catástrofe humana. Posiblemente, porque esas mismas autoridades europeas sabían que los acuerdos entre la Unión Europea y Turquía para cerrar la ruta a Grecia están haciendo que los refugiados busquen rutas más largas y más peligrosas para llegar a Europa. Es decir, sabían que un nuevo drama ocurriría Mediterráneo antes o después de esa decisión. De hecho, llueve sobre mojado y esa lluvia no acaba de calar conciencias en las instituciones comunitarias ni en las prioridades de los socios de la UE. La inmigración procedente de África y de países en conflicto como Libia, Irak, Afganistán, Yemen o Siria, es un fenómeno para el que la UE no tiene respuestas. De hecho, al menos 22.394 inmigrantes han muerto intentando arribar a Europa desde el año 2000, y quizá otros muchos ni siquiera han llegado a ocupar un lugar en las estadísticas oficiales. Los países de la UE celebran periódicamente cumbres con la inmigración como punto relevante del orden del día, pero lo cierto es que más allá de la convicción general de los gobernantes de que la inmigración debe ser controlada en términos de utilidad, seguridad y aportación a la economía europea, Europa tiene un problema de sostenibilidad de su propio modelo de bienestar y esto se ha traducido en una insensibilidad, cuando no un rechazo, a la inmigración que ha calado en amplias capas de población. La vergüenza de las imágenes de personas ahogadas, hacinadas en campos, gaseadas y golpeadas en las fronteras o deportadas por la fuerza no es suficiente para mover una acción conjunta que debería afrontar el problema con doble criterio: paliativo en términos humanitarios y de corresponsabilidad en el desarrollo de los países de origen. Es preciso crear las condiciones de seguridad, empleo y bienestar que desmotiven a jugarse la vida en un incierto viaje. Pero los intereses económicos y políticos de la UE en esos países parecen ir en sentido contrario: inseguridad, violencia, explotación y pobreza.