l a visita que el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, inició ayer a Cuba es un hecho histórico que escenifica el principio del final a casi sesenta años de incomunicación entre dos países tan cercanos geográficamente y tan distantes en lo político desde el minuto dos del triunfo de la revolución liderada por Fidel Castro. El simbólico paso materializado ayer por ambos gobiernos y sus respectivos presidentes (Obama al asumir en primera persona el gesto diplomático y Raúl Castro al aceptarlo con normalidad política) es, sin duda, un hito que marcará el devenir de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, pero a día de hoy se presenta con alguna sombra que no se vislumbraba cuando en diciembre de 2014 se anunció el restablecimiento de relaciones. Entonces, la decisión de las dos administraciones se tomó como un primer paso sin marcha atrás, y si existía alguna duda, en todo caso se miraba a posibles futuras inercias internas del régimen cubano que pudieran desembocar en una marcha atrás forzada por los sectores más apegados a la ortodoxia revolucionaria. A día de hoy en cambio, y paradójicamente, las dudas surgen en el seno de la política doméstica norteamericana. Las primarias de los partidos demócrata y republicano están situando virtualmente a la cabeza de este último a un personaje, Donald Trump, que podría dar al traste con este histórico restablecimiento de relaciones entre Cuba y EEUU (amén de otros retrocesos, tanto en políticas internas estadounidenses como en sus estrategias en el ámbito internacional). Sin embargo, los pasos a nivel político, económico y social que se han venido dando en estos últimos quince meses, y los que aún se darán en lo que resta del mandato de Obama, van a poner muy difícil a Trump, en el hipotético caso de que consiguiera llegar a la Casa Blanca, volver a la situación de bloqueo anterior. Un cierre de filas por parte del régimen cubano ante unos Estados Unidos que volvieran a apostar por el aislamiento de la isla y sus ciudadanos, sería tan negativo para el gobierno de Castro como para el estadounidense. Washington vive, de la mano de Obama, su particular revolución en su relación con Latinoamérica, reconociendo errores y tendiendo puentes. Quien quiera reeditar los tiempos del sumiso patio trasero chocará no solo con la comunidad internacional, sino con una muy buena parte de su propia ciudadanía.
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