La apelación del lehendakari, Iñigo Urkullu, a que la Unión Europea reconsidere, seis años después, las políticas de austeridad impuestas a partir de mayo de 2010 o, al menos, se plantee una readecuación local de las mismas en base a los parámetros socioeconómicos actuales de cada región de la UE no hace sino buscar respuesta a la necesidades que una sociedad avanzada como la nuestra plantea en términos de cohesión social y desarrollo humano. En primer lugar, porque la aplicación prolongada y homogénea de esas medidas es, además de ineficaz, injusta para quienes como Euskadi han mantenido la reputación fiscal y cumplido con los objetivos de déficit planteados por la Unión (al menos diez CCAA del Estado español los seguirán incumpliendo en el ejercicio en curso). En segundo término, porque sin el fin de la austeridad y el consecuente impulso financiero al despegue económico, las ganancias eventualmente alcanzadas por esas políticas desaparecerían a raíz de su impacto restrictivo en la demanda interna, sin cuyo impulso el despegue de la economía sería imposible. No en vano, sólo entre 2010 y 2012 su aplicación produjo una caída salarial media en el Estado español superior al 14%, la segunda más pronunciada de la UE tras Grecia, que no solo se traduce en una paralización de la demanda sino, mucho más grave, en una precarización de los servicios, un aumento de las desigualdades y una rémora para la cohesión social, aun si en Euskadi esos efectos han podido ser paliados por la eficacia de las particulares políticas sociales emanadas de su autogobierno. Y, finalmente, porque si en algún instante ha podido ser admisible considerar las políticas de austeridad como un mal necesario, ha llegado el momento de aceptar que, por el contrario, no son ya bien suficiente. Tras ocho trimestres seguidos de crecimiento económico y del empleo y una previsión de que dicho crecimiento se mantendrá en 2016 en torno al 2,5% del PIB, la necesidad ya se ha trasladado a la capacidad de financiación de proyectos estratégicos e innovadores y a la colaboración público-privada en su puesta en marcha. Porque solo así se entiende factible en el futuro el mantenimiento de nuestra tradición como país productivo y de economía competitiva pero también como país de capital humano emprendedor y talento.