El acuerdo rubricado ayer en el Congreso por Pedro Sánchez y Albert Rivera, por el que los cuarenta diputados de Ciudadanos apoyarán la investidura del candidato socialista, no pasa de ser un largo (66 folios) enunciado de intenciones que, sin embargo, no incluye la prometida reversión de las políticas implantadas en la última legislatura por el Gobierno de Mariano Rajoy ni de sus reformas -laboral, fiscal, estabilidad presupuestaria...- quizá con la pretensión de dibujar un escenario que ofrezca siquiera una oportunidad a la abstención del PP. La tan nítida como esperada negativa a sumarse a ese acuerdo de Podemos e IU, la otra alternativa de alcanzar una mayoría de investidura que tenía Sánchez, dejan a este entre la espada de depender de un PP tambaleante por la corrupción y la pared de unas nuevas elecciones para las que, además, Sánchez podría quedar amortizado: si al acuerdo ya han comenzado a salirle críticos en las filas socialistas, especialmente desde la Andalucía de Susana Díaz, la pretensión de desvirtuar la consulta sobre el mismo a los militantes del PSOE con una pregunta en la que no se hace referencia ni a los firmantes ni al contenido del pacto, solivianta a buena parte de las bases y podría dificultar su aprobación. Es decir, por indefinido que resulte el enunciado de lo firmado con Rivera, Sánchez ha fundamentado el rechazo de Podemos e IU, azuzado las resistencias hacia su liderazgo en el PSOE y ni siquiera se ha asegurado una mayoría para la investidura, mucho menos para un gobierno estable. Pero aún hay más. Porque el pacto sí especifica el compromiso de “oponerse a todo intento de convocar un referéndum”, como era de esperar en un pacto con Ciudadanos, con lo que se asegura el rechazo frontal del nacionalismo catalán, aunque Sánchez nunca ha contado con otra cosa. Y porque ignora hasta los planteamientos nada extremos del PNV y, para colmo, en lo que el acuerdo denomina “pacto complementario en relación con la reforma constitucional”, la revisión del Título VIII incluye una tan inespecífica como peligrosa alusión a “determinar con presición las competencias del Estado y las de las CCAA y la incidencia en las mismas de los hechos diferenciales”. En definitiva, el acuerdo es malo para Podemos e IU, para catalanes y vascos, para el propio PSOE y, en definitiva y salvo que sea bueno para el PP, malo para el propio Sánchez.