El nuevo capítulo de corrupción abierto en el seno del PP, con la investigación sobre la financiación irregular del partido en Madrid, no hace sino reiterar la necesidad de una rehabilitación de raíz de la formación que todavía preside Mariano Rajoy, tanto en nombres como en estructuras, cosido como está a casos y acusaciones de malversación, administración desleal, fraude, prevaricación... que en gran parte no son ajenos a sus circuitos de financiación y sus campañas electorales. Y que todo ello no haya tenido consecuencias suficientes -pese a haber perdido 3,6 millones de votos, el PP ha seguido siendo el más respaldado, con 7,2 millones de votantes- en la última cita con las urnas no reduce su deslegitimación democrática sino que solo confirma que la inusitada extensión de esas malas prácticas ha llegado a normalizarlas a los ojos del electorado, en lo que José Saramago ya describiera con una sola frase: “La pérdida de valores es un fenómeno de masas”. Ahora bien, que la concatenación y diversidad de casos de corrupción afecte sobremanera al PP no oculta que los abusos en la administración de lo público no son patrimonio suyo sino que han surgido, y de manera importante, también en el seno de otros partidos políticos, especialmente PSOE y CiU, y en prácticamente todas las instituciones del Estado español, desde la patronal y las cúpulas empresariales a la propia Casa Real española -el caso Noós trata del enriquecimiento ilegal del entorno y miembros de la misma por el desvío de fondos públicos- convirtiéndose en un hábito. No es gratuito que el Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco) del Consejo de Europa, que ya en 2010 analizaba de modo muy crítico el sistema, la legislación y la financiación de partidos en el Estado español por “la ausencia de una obligación de transparencia precisa y obligatoria, asociada a un sistema de control y sanción mediocre”, hace solo unos meses, en su último informe, aún hallara sin cumplimentar 9 de las 15 recomendaciones que había realizado con anterioridad. Es decir, el urgente y necesario relevo de quienes han participado -o no han evitado- modos de actuación ilegítimos no es siquiera ya suficiente. La búsqueda de esa mayor transparencia y de ese mayor control ciudadano exige una regeneración absoluta, una refundación, del sistema que ha venido permitiendo tales prácticas.
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