La barbarie terrorista convertida en un baño de sangre que tuvo lugar la noche del viernes en París, con un trágico balance de 129 muertos y más de 300 heridos, es en sí mismo un nuevo crimen de lesa humanidad perpetrado por un fanatismo exacerbado e intolerante dispuesto a aniquilar sin escrúpulos decenas de vidas de personas inocentes y supone un intolerable ataque global que busca la imposición de un sistema político-religioso y social totalitario frente a la libertad y la democracia. Así deben entenderse las millones de muestras de solidaridad con las víctimas, con París y con Francia que están teniendo lugar las últimas horas a lo largo de todo el mundo. Por encima de cualquier consideración y en memoria de las decenas de muertos y heridos y de todos los amenazados -es decir, todos los que no piensan y actúan como los terroristas-, se debe resaltar que estos asesinatos son responsabilidad única y directa de sus fanáticos perpetradores y de quienes los han ideado y planificado, con casi total seguridad el Estado Islámico. Ni los musulmanes o el Islam en su conjunto -aunque sí, en gran parte, los fundamentalistas que llaman a la guerra santa contra Occidente- ni los supuestos errores estratégicos de las potencias occidentales son culpables de tan salvajes crímenes, aunque pueda ser cierto que algunas de sus actuaciones hayan contribuido a alimentar la semilla del odio yihadista. Por ello, conviene tener cuidado también con las reacciones, privadas y públicas, que puedan despertar estos atentados. Las continuas alusiones de líderes políticos y medios de comunicación a calificar los ataques de “acto de guerra” -lo hizo el presidente francés, François Hollande- pueden explicarse por la tensión y el dramatismo de estos momentos trágicos y por la implicación directa de Francia en el conflicto de Siria pero puede no ser lo más acertado para enfocar la situación. Con todo, es cierto que estamos ante hechos de una gravedad extrema, de ataques a los cimientos mismos de la democracia en su más amplia expresión y que, por ello, merecen una respuesta contundente y conjunta de Europa, pero que no puede ser ni una guerra indiscriminada como la de los propios terroristas ni un sacrificio de la libertad de sus ciudadanos. Convendría, asimismo, tener presente que los refugiados que siguen llegando como pueden a Europa huyen precisamente de los mismos terroristas que atacan nuestras ciudades.