La anécdota que refleja el periodista Ignacio Escolar sirve para explicar parte de la actual situación de los medios. Hace tiempo que los periodistas han dejado de tomar las decisiones fundamentales que afectan a su trabajo. La gran mayoría aguanta como puede y trata de adaptarse a un entorno cada vez más complejo en el que contar buenas historias ha dejado de ser prioridad.
Los medios han ido perdiendo en un proceso lento el carácter de instrumentos de formación en valores de la opinión pública y de control frente a los abusos del poder. Salvo honrosas excepciones, se han convertido en empresas cuyo objetivo es producir beneficios mediante la venta de un bien material llamado noticia. No hay nada malo en querer ganar dinero de ese modo; el problema es cuando para lograrlo sacrificas todo lo demás, incluyendo el sentido inicial de tu propio negocio.
La mentalidad mercantil lo ha devorado todo. Y la producción de información y el manejo de las plantillas se somete implacablemente a esta lógica. El tratamiento de la noticia como un bien de consumo de producción rápida y a bajo coste redunda en la pérdida de calidad de los contenidos. El resultado es que casi todo el mundo termina contando las mismas cosas y de una forma parecida. Y eso frustra a los propios periodistas, que desearían disponer de tiempo, medios y hasta la comprensión de sus jefes para poder ir más allá de la simple superficie de una historia.
Yo he sido uno de esos miles de profesionales anónimos afectados por esta apabullante lógica mercantilista y reconozco que eso me ha movido a poner por escrito estas reflexiones. De no haber sido recientemente despedido, seguiría aguantando el tipo, limitándome a quejarme frente a una cerveza en compañía de algún amigo. Los periodistas asumimos casi todo con tal de seguir adelante con nuestra vocación. No se nos debe culpar. Simplemente amamos demasiado lo que hacemos.