Que la reforma de la Constitución española de 1978 es una necesidad evidente debería engendrar pocas dudas por cuanto, treinta y siete años después, la situación social y política del Estado español ha experimentado cambios más que significativos respecto a aquella con que se salía de la dictadura. De hecho, desde entonces, la Carta Magna ya ha sido modificada puntualmente en dos ocasiones: por unanimidad en julio de 1992, para adaptar su artículo 13.2 a los preceptos del Tratado de Maastricht; y con el impulso de PSOE y PP en agosto de 2011, para alterar su artículo 135 con el fin de establecer los principios de estabilidad presupuestaria. Ahora bien, ambos cambios nada tienen que ver con una reforma constitucional como la que el paso del tiempo demanda dado que buena parte de los presupuestos con que se concibió entonces la Carta Magna, tanto en cuanto a su alcance como en cuanto a sus límites, se han visto alterados y en algún caso ignorados. También porque, a la vista de las evidencias, la Constitución no ha logrado encauzar el problema de la relación entre el Estado y las naciones que este encierra, como ya se constató desde un principio en Euskadi con la muy mayoritaria abstención en el referéndum para su aprobación. Así pues, que el secretario general del PSOE y próximo candidato socialista a la presidencia del Gobierno español, Pedro Sánchez, haya planteado una reforma constitucional como parte de su oferta para las elecciones generales con la presentación del comité de expertos que deben elaborar una propuesta a incluir en el programa de su candidatura parecería responder, por fin, a esa necesidad. Sin embargo, el propio marco electoral en que se incluye la reforma y la inicial generalidad de sus pretensiones, más allá de los términos no muy concretos planteados por Sánchez, como el calificativo de federal, la hoy difícilmente estipulable garantía del estado de bienestar o el reconocimiento de nuevos derechos inespecíficos, permite situar de momento el planteamiento de reforma entre interrogantes. Y especialmente, además, en lo que respecta a la concreción del respeto a los derechos históricos y el alcance del autogobierno de las naciones, que en los casi cuatro decenios desde la redacción de la Constitución de 1978 el propio partido socialista no se ha caracterizado precisamente por defender.