la dramática jornada de ayer con tres atentados terroristas indiscriminados en Francia, Túnez y Kuwait que suman más de medio centenar de víctimas mortales confirman, no sólo por su coincidencia temporal, sus métodos y el respaldo intelectual del Estado Islámico a su autoría, el carácter global de una guerra que el más extremo radicalismo islamista viene desplegando en dos frentes. No se trata únicamente de la yihad que el salafismo proclamó hace ya décadas contra Occidente, que pudiera pretender situarse detrás del ataque contra los dos hoteles -uno de ellos de la cadena RIU- en la tunecina Susa, ni de una traslación a suelo galo de las guerras en Irak, Malí o la República Centroafricana -en las que Francia participa directamente- con el atentado contra la factoría en Saint-Quentin-Fallavier o del crudo enfrentamiento entre confesiones islámicas que ha llevado el terror al interior de la mezquita chií situada en el barrio Al Sawaber de la capital kuwaití, del mismo modo que lo había hecho en otro templo en Arabia Saudí el pasado mes de mayo y en dos de la capital de Yemen dos meses antes, provocando 142 muertos. Los atentados de ayer suponen, en todo caso, tres acciones posiblemente coordinadas de un conflicto planificado y desarrollado globalmente que, bajo la apariencia de pretender instaurar un régimen religioso integrista y de corte medieval, esconde múltiples intereses geoestratégicos y económicos. En este cúmulo de intereses interviene también las corrientes ideológicas conservadoras que, en el mundo desarrollado occidental, exacerban la seguridad para limitar libertades y derechos, lo que convierte el conflicto en una pugna entre quienes propugnan la desaparición de la democracia y quienes la limitan so pretexto de su defensa. Y, sin embargo, como demuestra la propia Francia -en estos momentos el país más amenazado por el islamismo, que más radicales yihadistas exporta, que acababa de aumentar exponencialmente su seguridad y de aprobar leyes muy criticadas por su afectación a los principios republicanos-, no es posible enfrentar las dramáticas consecuencias del extremismo sólo con reacciones represivas que, como uno de sus efectos perversos, abonan los entornos de marginalidad más permeables a las ideologías fanáticas y violentas, sean o no religiosas.
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