Los prolegómentos de la final de Copa de fútbol celebrada el sábado en el Camp Nou entre el Athletic y el Barcelona estuvieron protagonizados por el extraordinario ambiente que reinó tanto en las calles de la capital catalana -con cerca de 60.000 seguidores el equipo rojiblanco- como en las gradas del estadio. Asimismo, y como era previsible porque así ha sucedido en las dos ocasiones anteriores en que estos dos mismos equipos se han enfrentado por el título de Copa tanto en Valencia como en Madrid y también ha tenido lugar en otros acontecimientos deportivos de similar rango, la interpretación del himno español a la entrada del rey -por primera vez, Felipe VI- fue literalmente ahogada por lo que toda la prensa ha reconocido como una “monumental pitada”. En efecto, pese al alto volumen al que se emitió el himno, las notas del mismo apenas eran audibles en el estadio ni en los hogares -Tele5, esta vez, no intentó ocultarlo- ni en las múltiples zonas donde se siguió la final a través de pantallas gigantes, donde la protesta se secundó de manera similar al propio Camp Nou. La pitada, es decir, la exteriorización -mejor o peor concebida y representada- de una protesta, un rechazo o una reivindicación puede tener múltiples interpretaciones y bases argumentales. Es cierto que, tal y como se viene realizando, estos silbidos y abucheos suponen una falta de respeto hacia símbolos compartidos por millones de ciudadanos y, en tanto que tal, pueden herir sentimientos. Pero la reacción de algunos estamentos, sobre todo del Gobierno español, que en pocos minutos ya emitió una lamentable nota y convocó para hoy mismo al Comité Antiviolencia, supone, asimismo, una salida de tono impropia de gobernantes responsables. Las amenazas previas, las provocaciones, los insultos y las apelaciones a, entre otras cosas, suspender la final no han hecho más que acrecentar la dimensión de la protesta. Algunos siguen mirando al dedo que señala a la luna. Estas reacciones, incluidas multas a los clubes o la inconcebible denuncia de Manos Limpias contra todos los aficionados que acudieron al partido, resultan contraproducentes. Intentar imponer el silencio por decreto, la censura por ley y prohibir el derecho a la libre expresión -aunque no guste cómo se manifiesta- no es propio de una democracia, sino, sin metáforas, de una dictadura.