Las elecciones andaluzas se celebraron ayer en un clima político y tras una campaña muy alejados de los verdaderos intereses de una comunidad acosada por problemas de envergadura -principalmente, la crisis económica y el paro, su histórica situación de desventaja en todos los indicadores de bienestar y la corrupción- y que se jugaba gran parte de su futuro en las urnas. El gran problema de los ciudadanos andaluces a la hora de depositar su voto era conocer si esa papeleta serviría para determinar las próximas políticas que se llevarán a cabo en su comunidad o si realmente Andalucía no ha sido convertida en un laboratorio en el que se jugaban los intereses de la política española -y de los partidos españoles, tanto los tradicionales como los nuevos- con la vista puesta en otras elecciones en las que esas formaciones se juegan mucho más que un gobierno autonómico. Un pequeño gran fraude político al que, por otra parte, los ciudadanos parecen acostumbrados. Así, los resultados de ayer se interpretan no como la voluntad de la ciudadanía andaluza por participar en las decisiones que más directamente les afectan sino como el intento de Susana Díaz para, desligándose de la herencia y los compromisos que había recibido, dar un órdago a la grande en su carrera para disputar La Moncloa. No le ha salido bien la jugada a la lideresa de los socialistas andaluces ya que, aunque ha ganado con holgura, no ha logrado su propósito de hacerse con la mayoría absoluta y se ha limitado a igualar los resultados del PSOE en 2012. Con estos resultados y los de sus adversarios -el hundimiento del PP y la fuerte irrupción de Podemos, que se convierte en tercera fuerza en el Parlamento andaluz-, puede decirse que para este viaje, no se necesitaban estas alforjas. Díaz forzó el adelanto electoral pensando más en Madrid que en Andalucía y tras los comicios se encuentra con un panorama similar al que ya tenía, incluso más enrevesado ante la falta de aliados directos para un gobierno estable. Las urnas han dibujado, así, un escenario casi inamovible con respecto a las elecciones anteriores -incluidas las europeas del año pasado-, con Podemos sustituyendo a IU, Ciudadanos fagocitando a UPyD y un PP en caída pero que mantiene la segunda posición. El bipartidismo muta pero aún no ha muerto.