Los datos del informe sobre la situación de la infancia en el mundo y el urgente llamamiento realizado por Unicef en solicitud de ayuda retratan la realidad de la deriva de explotación, violencia y desigualdad por la que se despeña la especie humana. Una sola baraja de cifras es suficiente para comprenderlo: 71 países de los 193 estados reconocidos por la Organización de Naciones Unidas, más de uno de cada tres, afronta una crisis humanitaria; más de una veintena de ellos, además, casi todos africanos, sumidos en lo que se denomina “crisis prolongada”. El crecimiento de la población mundial, que este año alcanzará los 7.500 millones de personas, la explotación indiscriminada de los recursos naturales, la acumulación del poder y la riqueza que de dicha explotación se deriva y la ausencia de una autoridad moral mundial -si en algún tiempo lo hizo, a la ONU hace tiempo que se le impide ejercer como tal- han permitido que, pese a todos los adelantos tecnológicos y técnicos, mil millones de personas (una de cada siete) no consigan siquiera alcanzar la alimentación necesaria e influyen de modo apreciable tanto en las crisis sanitarias que, latentes durante décadas, han brotado virulentamente en los últimos meses; como en los dieciséis conflictos armados que se esparcen por todos los continentes y que en la última década se han reproducido y agravado tras la interesada y manipulada bandera de la radicalidad religiosa y el enfrentamiento cultural. Solo estos últimos afectan a nada menos que 230 millones de niños, aproximadamente uno de cada diez menores -sí, uno de cada diez- de los 2.200 millones que componen la población infantil mundial pese a que en este siglo XXI se mantiene el horrible y desalentador ritmo de 18.000 niños menores de cinco años muertos a diario, esto es, 6,6 millones de menores de cinco años fallecidos cada año. No se trata, por si queda alguna duda, de un problema de capacidad, que la hay. En los últimos veinte años las campañas de nutrición y asistencia sanitaria y social han evitado, en números globales, el fallecimiento de 90 millones de niños. Se trata de la disposición de medios, de su utilización y reparto no para ahondar en las diferencias y violentar los conflictos, sino para paliar y reducir las desigualdades. Y eso es lo que exige, aun sin decirlo expresamente, el urgente llamamiento de Unicef.