la elección de los representantes de los ciudadanos en las instituciones y la designación que éstos realizan de los componentes de sus equipos para la gestión de la res pública conlleva un compromiso de responsabilidad, de asunción de las consecuencias que sus actos y decisiones tienen hacia la sociedad que les ha elegido. Aunque esta responsabilidad lleva tiempo diluyéndose en la política española. La laxitud del sistema judicial -tan condicionado por el sistema de nombramientos y su relación directa con los partidos políticos-, la escasa repercusión electoral de los errores, las deficiencias o disfunciones en la gestión institucional, las mentiras sostenidas desde el poder -baste recordar la del Gobierno Aznar tras el 11-M- o las dependencias políticas de los grandes grupos de comunicación han ido limitando paulatinamente el control y la exigencia de una sociedad que parece haber agotado su capacidad de reacción ante la reiteración de los escándalos. Sólo así puede suceder que, tras un periplo judicial de más de un año, no se depuren responsabilidades públicas del accidente del Talgo que descarriló en Angrois, con el trágico balance de 80 fallecidos, y que a pesar de las numerosas evidencias de una gestión deficiente se acabe imputando únicamente al maquinista. O se llega al punto de que los responsables de la importación del virus del ébola a Europa -con un caso de contagio comprobado y otros cinco en estudio- no asuman en primera persona y desde el primer momento el coste de la sucesión de ineficacias e incapacidades que han permitido la mayor crisis de salud pública del Estado. Y aun más, utilizan todos los resortes para culpar ante la opinión pública a la propia víctima infectada, la auxiliar de enfermería del Hospital Carlos III. O que apenas nadie, salvo los 68.000 empleados del sector bancario que han perdido sus empleos, pague por la malversación generalizada -el escándalo de las tarjetas black de Caja Madrid es sólo el último ejemplo- que obligó al rescate del sistema financiero español con dinero de los contribuyentes. Claro que, sin ir más lejos, uno de los máximos responsables políticos de la vergonzosa gestión del Prestige, que se cerró sin consecuencias judiciales o políticas, preside hoy el Gobierno español. De aquellos -y otros muchos- hilillos, este chapapote público.