El escándalo de las tarjetas opacas de Caja Madrid, con las que hasta 86 directivos de la entidad gastaron entre 2003 y 2012 un total de 15,5 millones de euros no declarados como retribuciones, pueden suponer o no -lo debe determinar el juez Fernando Andreu- un delito de apropiación indebida o, individualmente y en su defecto, actividades catalogables como fraude fiscal, es decir, acreedoras de sanción por vía penal o administrativa según el caso. Pero de lo que no cabe duda es de que constituye una nueva evidencia de la indecente forma de proceder con la que determinados representantes de la ciudadanía, en su calidad de cargos institucionales o electos por partidos y sindicatos, han utilizado dicha representación en beneficio propio, han minado la credibilidad de las instituciones públicas y la clase política y sindical, han puesto en cuestión todo el sistema financiero del Estado, lo que afecta incluso a entidades de probada corrección en su actividad. En definitiva han acabado por saquear las arcas públicas al obligar a proceder al rescate de la banca y lo han hecho a costa de un gran porcentaje de las obligaciones que el Estado tenía y tiene contraídas con la sociedad. Solo en el caso de la propia Caja Madrid (hoy Bankia) se han destinado a su rescate 22.424 millones de euros procedentes de las arcas públicas, diez veces lo presupuestado en Educación y siete veces lo presupuestado en Sanidad por el Gobierno Rajoy para 2015. Si además esas actitudes se consideran tan extendidas y tan toleradas por las instituciones rectoras de la sociedad, como pretenden algunos de los que se han beneficiado de las mismas y como se deduce de la investigación que la Hacienda estatal ha anunciado ahora en todas las empresas del Ibex respecto a esta práctica concreta de las tarjetas opacas, solo cabe considerar que las estructuras institucionales del Estado español padecen un proceso de descomposición manifiesto que no se detiene con media docena de dimisiones. En realidad, urge recomponer y democratizar desde la ley todo el sistema de relaciones políticas y socioeconómicas, para lo que se antoja indispensable la nunca lograda sino ni siquiera buscada separación de poderes. Empezando por la creación de un nuevo tipo penal aplicable a los representantes elegidos por la sociedad: el fraude a la confianza de los ciudadanos.