el inicio del partido inaugural del Mundial de Fútbol que disputaron anoche Brasil y Croacia paralizó medio mundo. Hace cuatro años, 2.700 millones de personas de 200 países -uno de cada tres habitantes del planeta- siguieron el Mundial disputado en Sudáfrica. Sin embargo, este vigésimo campeonato que se disputa desde ayer en Brasil no oculta la realidad de una desmesurada organización que está cada vez más cuestionada. No se trata sólo de los colosales intereses económicos -nada claros en tantas ocasiones, como parecen desvelar las denuncias de sobornos en el seno de la FIFA durante las deliberaciones para la adjudicación a Catar de la sede del Mundial de 2022- que han puesto en jaque al propio Joseph Blatter, presidente del organismo internacional. El Mundial de Brasil ha puesto en cuestión, ya antes de su inicio, incluso la teoría del pan y circo, del espectáculo deportivo como motor económico y bálsamo social. Las cifras, aun dulcificadas, son claras. La inversión oficial del Gobierno brasileño oscila entre los 8.400 y los 10.100 millones de euros, pero la inyección total -incluyendo el sector privado- se elevaría a nada menos que a 48.000 millones. El Gobierno de Dilma Roussef calcula un retorno turístico de 8.395 millones -pero de ellos únicamente 2.349 llegarán del extranjero- y los análisis de contrastadas auditorías internacionales cifran el impacto del Mundial en el PIB brasileño en 46.550 millones. De hecho, Brasil crecía a un ritmo del 6,1% anual en 2007, cuando le fue concedida la organización, y prevé apenas un 1,4% este año. El Mundial tampoco ha servido para apaciguar la crispación social. La advertencia de los disturbios del pasado año durante la Copa Confederaciones se han traducido en una continua protesta sociolaboral como consecuencia de la vergonzosa comparación entre el dispendio organizativo, las exenciones fiscales a empresas vinculadas al Mundial y la inversión en servicios públicos y seguridad que demanda la clase media -a la que han accedido desde la capa social más baja en los últimos años 27 millones de brasileños- frente a la atención sanitaria y educativa que exigen los 37 millones de personas que aún viven en la pobreza. Con el agravante de que el país afrontará en 2016 el desafío aún mayor de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro.
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