los jefes de Estado y de Gobierno de la UE se reunieron anteayer en Bruselas para analizar los resultados de las elecciones -en las que, aunque con una notable pérdida de escaños, resultó vencedor el Partido Popular Europeo- y determinar el proceso de formación de la nueva Comisión. El presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, convocó a los líderes de los 28 socios comunitarios a una cena informal para pactar el nombre del nuevo presidente del ejecutivo de Bruselas y repartir el poder de la inmensa burocracia de la UE. Y ya es el primer síntoma de que la inmensa partitocracia tradicional europea apenas ha entendido nada del mensaje de las urnas, con el auge de candidaturas ultraderechistas o antieuropeístas y el malestar creciente de amplios sectores de la izquierda social europea y de las naciones sin Estado. Se aireó y alimentó como principal novedad de estas elecciones europeas que los ciudadanos tenían la capacidad democrática de elegir a quien sería el nuevo presidente de Europa, al menos nominalmente, pero no pasaron ni 48 horas del cierre de las urnas y ya son los presidentes de los estados de la Unión quienes asumen esa decisión entre el conservador Jean-Claude Juncker y el socialdemócrata Martin Schulz. Cuando en realidad se trata de dos derrotados, puesto que el primero perdió decenas de escaños del PPE y el segundo fue incapaz de vencer a un rival sobre el que pesaban las grandes sombras de haber dirigido Luxemburgo, un país de la UE reconvertido en paraíso fiscal y nido de corrupción. La escenificación en una cena informal de la designación del nuevo presidente de la Comisión -todo apunta a una gran coalición entre conservadores y socialdemócratas a la espera del nombre pactado, que incluso quizás no sea ninguno de los dos candidatos presentados- evidencia que el proyecto original europeo sigue lastrado por los grandes intereses económicos, financieros y estatales. Y dirigido por las consignas del FMI -que decreta más recortes y una subida de IVA en el caso del Estado español- por encima de los intereses y demandas de la mayoría de sus ciudadanos. Una cena informal en la que ni siquiera está claro que decidan los políticos que la disfrutan, sino que muy posiblemente el nombre elegido ya se haya decidido en los foros y lobbies de los poderes económicos.