ciertamente, es difícil resolver con blancos y negros el eterno debate sobre la energía nuclear, con numerosas aristas y sólidos argumentos científicos y técnicos de uno y otro signo. Y es también cierto que el estado de la opinión pública sobre la energía nuclear -de explotación más barata y limpia- o sobre los distintos modelos energéticos no es el mismo que hace tres o cuatro décadas. Tanto como que los accidentes en Chernobyl hace ahora 28 años, Vandellós hace 25 y Fukushima hace apenas 3 supusieron sendos golpes de alarma sobre los riesgos radiactivos que encierran las centrales nucleares. Sin embargo, ninguno de estos factores tiene que ver con el debate que vuelve a emerger sobre la prolongación de la actividad de Santa María de Garoña, cuya siniestra sombra planea de nuevo sobre Álava, un territorio especialmente sensibilizado y comprometido con dar carpetazo de una vez a la central burgalesa. Las razones que avalan su cierre definitivo, con independencia de posturas pro o antinucleares, tienen que ver simplemente con que la vetusta Garoña es la planta nuclear más vieja de Europa, con que su ciclo quedó ya agotado en 2011 -cuando cumplió los 40 años de vida útil fijado para las centrales españolas-, con que el Consejo de Seguridad Nuclear exigió en 2009 inversiones que ascendían a 100 millones de euros para garantizar su continuidad y con que su posible reapertura únicamente responde a un pulso de espurios intereses económicos entre Nuclenor y el Ministerio de Industria sobre los impuestos que gravan la explotación de la central. Y con que Álava -donde hay una clamorosa unanimidad social y política, salvo el papelón que le toca al PP de Javier de Andrés, obligado a tragar por su ciega obediencia política a Madrid- no quiere aceptar más prórrogas tramposas ni juegos de trileros una vez que ha dado Garoña por enterrada. El presidente de Endesa, Borja Prado, ya ha anunciado su intención de solicitar la reapertura de la central hasta 2024 y ayer mismo el Tribunal Supremo admitió a trámite el recurso impulsado por las Juntas Generales de Álava -con el apoyo de todos los grupos, salvo el popular- contra el decreto por el que el Gobierno de Mariano Rajoy abría hace tres meses esa puerta. La batalla está servida, pero no es un debate energético, sino que la obsolescencia de Garoña plantea ya un serio problema de seguridad.