lamentablemente, una guerra no es como un pulso entre dos personas que dirimen sus diferencias mediante un acto de fuerza. Sin embargo, sí hay razones para pensar que la dinámica de las guerras se asemeja mucho al modo en el que un contendiente fuerza al otro a resistir su primer envite y, una vez contrarrestado, se lanza él mismo a buscar el aplastamiento del contrario cuando éste se ha quedado sin energías. Esta parece ser la dinámica que se está siguiendo en Siria. Los rebeldes sirios golpearon en primer lugar, permitiendo atisbar lo que parecía ser otro acto más de la llamada Primavera árabe.
Libia había mostrado que había unos regímenes más rocosos que otros -a diferencia de Túnez o Egipto-, pero tras largos meses de confrontación y gracias a la ayuda internacional, los rebeldes lograron acabar con Gadafi. Ahora bien, los ingredientes étnicos, religiosos y políticos que se daban en Siria eran, y siguen siendo, muy diferentes, lo que ya se ha comprobado después de dos largos años de voraz combate. La suerte del régimen de El Asad pareció estar sentenciada tras la ofensiva sobre Alepo y la toma de varios barrios periféricos de la ciudad de Damasco, epicentro del poder político.
Los rebeldes se organizaron en la Coalición Nacional Siria, logrando el respaldo de la Liga Árabe y de la Unión Europea y hasta se habló de la posibilidad de que EEUU interviniera militarmente "para salvaguardar los derechos humanos" y para que la balanza fuera definitivamente favorable a las fuerzas opositoras.
Pero las señales del debilitamiento imparable del régimen, pues la información sobre el terreno siempre ha estado condicionada, no mostraban su auténtica fortaleza, al margen de su voluntad de hierro de querer "acabar con el terrorismo" que, según su opinión, amenazaba la unidad del pueblo sirio. El Asad se ha negado a admitir que sea una confrontación civil.
Indistintamente a su parecer, la rebelión se ha ido extendiendo por amplias zonas del país, pero no ha sido capaz de darle la puntilla a un régimen que parecía moribundo. No ha contado con los medios ni las fuerzas para hacerlo posible. Los rebeldes reciben ayuda de Arabia Saudí, dispuesta a acabar con el régimen chií, pero también se han acabado por personar grupos yihadistas que han comprometido su lealtad con Al-Qaeda, sumándose a los integristas sirios y organizándose en el Frente Islámico.
El Asad, por su parte, cuenta con el respaldo de la milicia libanesa Hezbolá, la complicidad rusa -firme valedora del régimen que acaba de firmar acuerdos económicos sobre hidrocarburos- y de Irán, lo cual le ha reportado armas y ayuda para proseguir con esta guerra de desgaste. Pero, como toda confrontación que se prolonga en el tiempo, la espiral de violencia se ha ido incrementando de forma exponencial y la utilización de armas químicas no se hubiera frenado de no ser por la amenaza de intervención militar a tenor de los miles de muertos y desaparecidos, muchos de ellos opositores o desafectos al régimen, que se computan.
La violación de los derechos humanos es el pan nuestro de cada día, no sólo por parte de los grupos armados de El Asad, sino también del mismo radicalismo. Amnistía Internacional ha detectado siete cárceles bajo mando de los rebeldes donde se procede a cometer terribles torturas. En muchas de las poblaciones liberadas se ha impuesto la sharia y asesinado a cualquiera que haya pretendido desafiar la nueva autoridad. La Coalición Nacional y el Ejército Libre han ido perdiendo la iniciativa.
Los muyahidines extranjeros han cobrado un perverso protagonismo que ha hecho que EEUU y sus aliados hayan decidido retirar parte de la ayuda que reciben los rebeldes ante el temor a que este material de guerra llegue a los integristas. Nadie quiere un segundo Afganistán.
Pero la situación en Siria es aún peor porque las tornas del conflicto han girado de tal manera que se considera preferible la victoria de El Asad, a pesar de los crímenes cometidos, a la opción de que se derrumbe el Estado sirio y que Al-Qaeda encuentre otro terreno abonado para sus operaciones, si no lo ha hecho ya. El Asad ya no se enfrenta a un enemigo único y organizado, sino a dos facciones que pugnan entre ellas de forma desigual. De ahí que haya podido retomar la iniciativa, recuperando la estratégica ciudad Qusair y logrando el control de la carretera de Damasco hacia la costa. Además, los intentos de recuperar Alepo han derivado en el lanzamiento indiscriminado de bidones con explosivos, causando más de 500 muertos entre la indefensa población civil, según el Observatorio Sirio de Derecho Humanos.
Con todo, el 22 de enero se celebrará en Suiza una cumbre internacional, auspiciada por Rusia y EEUU, para que el régimen y la Coalición Nacional dispongan las bases de un acuerdo de paz que lleve a una reconciliación del país. Claro que ambos se consideran legitimados para obligar a la otra parte, lo que augura un panorama sumamente incierto de cara a alcanzar un alto el fuego. Además, está ese factor desestabilizador de la presencia de las brigadas de Al-Qaeda, integradas por fanáticos procedentes de lugares tan dispares del mundo árabe como Chechenia, Marruecos, Jordania, Túnez y Paquistán, que operan de forma independiente por el territorio. Pero también se encuentran muchos voluntarios que han llegado de Bélgica, Gran Bretaña, Alemania, Francia u Holanda. Y el fuego de la guerra se ha extendido a países como Líbano e Irak, con el peligro que ello conlleva. La suerte de Oriente Medio de los próximos años se decide en Siria.