cercano el primer año de la elección del Papa Francisco, el hecho y la persona han provocado mil juicios e impresiones. Me siento entre aquellos que se condujeron con afecto, cautela y esperanza. No soy mitómano ni me gusta entregarme a la lisonja de nadie por esto o aquello, y a la mínima. Todos los humanos necesitamos tiempo para lo mejor. Y aun en lo mejor, hay que ser ponderados. El mundo del deporte es el prototipo del exceso verbal que hemos de evitar en la vida. ¿Se han dado cuenta de que llamamos goleador al que mete un solitario gol después de 500 minutos de juego? Pues eso es lo que evito en los asuntos que importan. Aquel afecto, cautela y esperanza puedo decir que se mantienen intactos.

Estaba yo bastante ensimismado en la observación de todo lo que sucede alrededor de Francisco -allá en Roma-, cuando alguien me pegunta por la recepción de todo esto en la Iglesia de Vitoria y vasca. Y pareciendo que será fácil responder, caigo en cuenta de que no tanto. Una de las cosas más valiosas de la Iglesia es que cada uno de sus miembros se dedica con celo a lo suyo, pase lo que pase en Roma. Nos afecta más el cambio de obispo diocesano que de Papa. Y esto significa que en la Iglesia de Vitoria, todo ha seguido un recorrido que viene y va con un plan de años. Ahora bien, sería torpe no reconocer que en esa Iglesia local todos miramos de reojo hacia en Roma y hacia dónde señala Francisco. Los más, porque creemos que ha surgido una oportunidad de libertad y sensibilidad social en la vida cristiana, que se estaba perdiendo. Los menos, por si esto deriva hacia formas pastorales populistas o hacia un cambio doctrinal chocante.

Son los sectores del laicado católico y joven los que más esperanzas tienen en lo que está sucediendo. Noto en ellos la conciencia de sentirse confirmados por Francisco en sus apuestas religiosas por lo sustantivo del Evangelio de Jesús y noto que disfrutan al ver lo más humano y primero en las necesidades de los más vulnerables y pobres. Siento que recuperan la conciencia de su protagonismo eclesial y que lo reclaman con ganas. En muchos momentos creo que nos están diciendo dejen paso, nos toca a nosotros.

Cierto que la Iglesia es todavía una gerontocracia piramidal y masculina, pero está madurando en ella una comunidad de hombres y mujeres iguales en derechos y deberes, con un mensaje de sentido creyente muy rotundo, una caridad samaritana justa muy llamativa y una ética de los derechos humanos de todos muy argumentada en la sociedad laica. Algunas claves de disciplina eclesial interna son de valor relativo -celibato, sacerdocio femenino o comunión de los divorciados- y otras son de mucho peso en la fe, pero sabemos dar razones humanas nada despreciables y vivir en democracia.

Hay que reconocer, por otro lado, que la Iglesia de Vitoria está en mejores condiciones para acoger el impulso del Papa Francisco que las otras iglesias hermanas del País Vasco y Navarra. Todas tenemos un reto casi insalvable en la secularización cultural habida en nuestra sociedad, pero ni ese proceso es total -hay mucha gente que lo ha recorrido distinguiéndolo de la laicidad secularista-, ni faltan muchos creyentes con ganas de crecer en red de comunidades de fe y vida social ejemplar.

Sabemos, además, que tenemos que revisar nuestro pasado ante lo que ha sido ETA -no pocos ciudadanos nos lo reprochan como indigno-, pero no sentimos haber caminado sin criterio de justicia y sin corazón compasivo, y no pocos también nos lo reconocen. Queda mucho por hacer y decir. Con humildad siempre, pero sin simplismos, también.

Por fin, mientras la crisis económica nos agobia a muchos entre la expulsión del trabajo y el miedo a que nos suceda, no pocos hombres y mujeres de fe se mueven alrededor de la caridad con las víctimas y piensan en una red de lucha social y política por una sociedad más justa. Una civilización de la sobriedad compartida o solidaria, se dice. No somos sobrios para guardar, sino para compartir. Porque con menos y viviendo de otro modo, llega y sobra para todos. El todos para un cristiano siempre es el mundo y el grito contra la injusticia alcanza esa intención.

Las otras Iglesias hermanas están en la misma senda, pero sus obispos han sido nombrados en otra época y con otras prioridades pastorales. Tengo una gran admiración por el Papa Ratzinger, pero él creía que el problema de la cultura es la falta de fe en Dios y Francisco cree que es el abuso sobre los pobres que falsea hasta la fe en Dios. Son dos caminos pastorales y sociales y una sola intención, el Reino de Dios. En el primero como religión del alma y en el segundo como religión del cuerpo con alma.

Puede que esas Iglesias hermanas nos adelanten en el camino del Evangelio. Tienen buena gente y muy preparada. Pero es importante la sencillez evangélica del Pastor-Obispo para dejar hacer, animar a que se haga, acompañar lo que se hace, amar a los adelantados de la noche y su grito.

Los más pobres y vulnerables nos evangelizan porque con ellos podemos ver los problemas del ser humano y la injusticia desde una perspectiva imprescindible; porque con ellos sabemos de manera incondicional quién y cómo es Dios. Así fue el camino samaritano de Jesús.