no hace mucho, uno de los inversores más rico del mundo, Warren Buffet, afirmó que por supuesto que hay lucha de clases, y los ricos son los que la están ganando. Y tiene razón. La globalización ha abierto la caja de Pandora y el libre flujo de capitales, la consolidación de los paraísos fiscales, la especulación financiera, la deslocalizaciones de empresas que buscan reducir costes de producción con bajísimos salarios, el despido libre, el empleo temporal y el desmantelamiento y privatización progresiva de las coberturas sanitarias, educativas y sociales están determinado un nuevo orden mundial basado en una división que creíamos superada: unos pocos ricos y un montón y pico de súbditos o sometidos.
O, como dice el Papa Francisco, se está gestando la obscena cultura de los descartes humanos, que afectan a importantes segmentos de la población mundial, convirtiéndolos en desechos. En su última exhortación apostólica, el Papa califica al capitalismo de tiranía invisible que genera exclusión social e incluso mata. Lo que, sin duda, representa un duro golpe moral para el capitalismo y muestra con sus comprometidas palabras su apuesta por el cambio social.
El creciente poder del liberalismo y su pujante mercado financiero, el desarrollo de leyes cada que sirviéndose del miedo tratan de frustrar cualquier intento de protesta ciudadana, el anémico e ineficaz activismo sindical, la ambigüedad ideológica de la izquierda y esa multitud de seres humanos cautivos de culpas mitológicas que les paraliza son realidades no precisamente esperanzadoras.
El temor a perderlo todo paraliza y desmoviliza la disidencia de los desfavorecidos. La plutocracia dominante es consciente de que el miedo de la ciudadanía se exacerba ante la excesiva demanda de trabajo y la exigua oferta de empleo, pues cada trabajador teme perder su trabajo y cada desempleado está dispuesto a aceptar cualquier empleo, aunque sea en pésimas condiciones laborales. El capitalismo se vale torticeramente de este inducido desencuentro, recreando así un mundo sartriano en que cada uno resulta ser un peligroso adversario para los demás, un temido competidor. No obstante, conviene aclarar que el miedo es el principal enemigo de la utopía.
Si se pretende dar un giro copernicano a la injusta e insostenible situación social actual, el miedo debe cambiar de bando. Pues son, en todo caso, los ciudadanos los que debe ser temidos, no los indecentes y, en muchos casos, corruptos gobernantes que están llevando a sus respectivos países al marasmo social. Y para ello hay que batallar. Ante el actual panorama social, ante la precarización creciente y extremadamente extendida, sólo cabe la lucha insistente y resistente del precariado, afortunado neologismo que incluye a las desclasadas clases medias, al proletariado, a los desempleados, a los pensionistas y a los pobres.
Poniéndose en la piel del precariado, crispa que en su horizonte parece no haber futuro. Las soluciones están en el presente y caminar hacia adelante comporta dosis de inconformismo, indignación y compromiso social.