en plena tormenta del falso descubrimiento de un espionaje masivo en toda Europa que alcanza no ya a políticos, sino a millones de ciudadanos invadidos y atropellados en su privacidad, el exanalista de la CIA Edward Snowden ha declarado que decir la verdad no es delito. Sin duda lo ha dicho no desde Rusia, donde está refugiado, sino desde otro planeta lejano e ignoto, porque desde luego no ha podido ser desde este donde vivimos la mayoría. Y es que su afirmación suena grotesca más que lapidaria.
No se trata de una perogrullada ni de una divisa de ética caballeresca, porque lo cierto es que a estas alturas, además de que no sabemos con certeza lo que es delito y lo que no, cuándo sí y cuándo no, y sobre todo para quién sí y para quién no, decir la verdad sí se está considerando un delito cada vez más grave, una conducta antisocial que debe ser castigada y reprimida, algo impropio de patriotas o una irresponsabilidad. Eso al margen de que puede acarrearte consecuencias en lo privado y serios problemas de convivencia. La voz de la prudencia y del miedo te aconsejan no decirla; y la voz de la dignidad, que no te la digan y quieran encima metértela a porrazos.
La verdad, ¿qué verdad? ¿La que encerraban los ordenadores del Bárcenas? Lo pregunto porque en este caso concreto se entiende mal que lo que puede ser una evidente destrucción de pruebas, para la juez que se encarga del caso no es materia de delito ni de lejos. Se basa en el peregrino y abusivo argumento de que los ordenadores son propiedad del partido y éste, en esa cualidad de propietario, puede hacer con ellos lo que le venga en gana; partido que sigue estando bajo sospecha y que con pruebas en la mano podría haber sido acusado en firme de múltiples delitos. Hay un interés político y sobre todo gubernamental en que eso no suceda.
Es como si el asesino hiciera desaparecer el arma con la que ha cometido el crimen aduciendo que es de su propiedad o como si el dueño de una empresa en situación de quiebra fraudulenta hiciera lo propio con sus soportes de contabilidad o la documentación comercial.
¿La verdad? ¿Cuál? Tal vez la que hurtó el Gobierno español a la ciudadanía al no darse por enterados del espionaje masivo y declarar con desparpajo no tener constancia de las ilegales actividades de servicios secretos extranjeros, y días después verse obligados a admitir no sólo que se ha practicado ese acopio ilegal de información, sino que los propios servicios de inteligencia del Gobierno español han participado en la fechoría junto a alguna compañía privada, encima. Y no vamos a ser informados del alcance concreto y la repercusión en lo privado que ha tenido eso en la ciudadanía.
Estamos en manos de maleantes. Conviene no ya admitirlo, sino repetirlo, aunque con poca confianza de que sirva de algo. Suena poco creíble y a burla que los gobernantes ignoren lo que sucede en las cloacas (CNI, cuerpos policiales y empresas privadas contratadas para la faena) del país que gobiernan.
¿La verdad? ¿Cuál? ¿La que es del dominio público? Además de que todo depende de los mamporreros, cuadrilleros y secuaces que tengas y te aplaudan, si sales a la calle a proclamarla, a expresar esa verdad manifiesta del paro, la pobreza, los recortes y la violencia institucional te apalearán, multarán y procesarán.
Espionaje masivo a la ciudadanía, régimen policial apenas enmascarado, una banca impune, una princesa cuyas andanzas domésticas causan sonrojo y que recibe cobertura mediática y sectaria para no ser encausada por saqueo, un abismo insalvable entre ricos y pobres o una privatización que hace de la vida pública un negocio para lobos porque hasta la ayuda a la pobreza sirve para obtener beneficios fiscales. Y en el fondo del paisaje, la lejana tragedia del desierto de Níger, los muertos por deshidratación hoy, los ahogados de Lampedusa ayer, los que podemos imaginar, aquellos cuyo destino no llegaremos a conocer, todos en su huida del hambre, de la violencia y de la miseria para alcanzar estas tierras donde se espía a mansalva y donde el trabajo escasea y la pobreza crece.
Ante una migración legítima que nos pone de nuevo ante la pregunta ¿qué hacer?, el Gobierno lo tiene muy claro: afilar las cuchillas de las alambradas de la ciudades enclavadas en Marruecos. La próxima será meter bala. Poco o nada sabemos de la realidad de los centros donde se acoge (recluye) a los inmigrantes atrapados en el asalto, rescatados, dicen, más de 3.000 en lo que va de año. ¿Y los anteriores? No lo sabemos porque preferimos no saber -cuanto menos mejor- de esta migración ya masiva del continente africano hacia donde haya más vida. Preferimos que sólo sean imágenes en el televisor, runrún de las redes sociales que hoy se encienden y mañana se apagan o un ruido de fondo de horror renovado que ya se inquieta apenas porque nos hemos acostumbrado, como nos vamos acostumbrando a que nos mientan porque lo damos por inevitable.