cuando aún permanecen en la retina las trágicas imágenes de las decenas de víctimas del Este de África que dejaban su vida intentando llegar a la isla de Lampedusa, resuena en nuestras cabezas la pregunta de qué lleva a estos hombres y mujeres a embarcarse en semejantes travesías, con un horizonte incierto, dejando atrás a sus familias y sus pueblos en un viaje que muchas veces acaba en mortíferos naufragios. Probablemente existen múltiples respuestas, pero en todas podremos identificar el humano anhelo de prosperar, de construir un futuro mejor y, sobre todo, de escapar de la trampa del hambre y la pobreza. Una realidad que, desgraciadamente, afecta a miles de ciudadanos en los países empobrecidos, condenados a malvivir en la miseria o a huir desesperadamente de sus países de origen.

La FAO -organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura- sitúa en 842 millones la cifra de personas que pasan hambre en el mundo. Una de cada ocho personas padece hambre o malnutrición en nuestro planeta, uno de los más tremendos indicadores de la pobreza extrema. Resulta más doloroso cuando el mundo produce alimentos suficientes para satisfacer la demanda de su población actual de 7.000 millones.

Si acercamos el zoom hacia quienes sufren esta lacra, podemos ver que el 75% de las personas que pasan hambre en el mundo -en su mayoría mujeres- viven en zonas rurales de países en vías de desarrollo.

En los países del sur, las causas fundamentales de la pobreza y el hambre son complejas y abarcan el entorno económico, social, político, cultural y físico más amplio, pero es justo afirmar que son consecuencia de la continuada desatención que los gobiernos han prestado en las últimas décadas a la agricultura en general y en especial a los pequeños agricultores. La escasa inversión pública en el sector ha ido debilitando la capacidad de los agricultores para hacer frente a la volatilidad de los precios, a las inclemencias climáticas, a los reveses de la economía o para poder salir por sí mismos de la pobreza.

Hoy esta opción de abandono se considera totalmente equivocada y numerosas voces autorizadas coinciden en insistir en la necesidad de promover la actividad agraria como un punto clave sobre el que pivotar el desarrollo de las naciones. Un cambio avalado incluso por el Banco Mundial, que indica que el crecimiento del PIB originado en la agricultura es el doble de eficaz para reducir la pobreza que el crecimiento en otros sectores.

De los 3.000 millones de habitantes rurales en los países en desarrollo, 2.500 millones pertenecen a familias dedicadas a la agricultura. El 70% de los alimentos en el mundo es producido por familiares que cultivan sus tierras en armonía con su entorno. Estas cifras son muestra de una realidad que no se puede seguir ignorando. No obstante, los pequeños productores siguen en una situación muy marginada y se enfrentan a un contexto general de retos globales, interdependientes -agua, tierra, mercados, petróleo, fertilizantes, cambio climático- y a la falta de reconocimiento pleno que se traduzca en acciones favorables y concretas. Por todo ello, necesitan interiorizar la importancia y la dignidad de la profesión que desempeñan y que a su vez sea valorada por el conjunto de la sociedad.

Los agricultores familiares precisan de un apoyo adecuado que les permita ser más competitivos y sostenibles, ecológica, económica y socialmente. Un respaldo que ha de enfocarse en políticas concretas destinadas a mejorar la productividad y, sobre todo, a reducir las pérdidas de alimentos en los procesos productivos. Un respaldo que tiene que venir de la mano de inversiones para mejorar los medios de producción, para dotar de infraestructuras que faciliten el acceso de los productos a los mercados locales, nacionales o regionales y para priorizar las producciones locales frente a las exportaciones. Un respaldo que permita fortalecer la sociedad civil, potenciar la creación de cooperativas agrícolas o asociaciones de mujeres, agentes clave en la seguridad alimentaria de millones de familias en el mundo.

La celebración del Año Internacional de la Agricultura Familiar en 2014 generará un contexto político más favorable para el impulso de políticas y medidas concretas que replanteen el sistema alimentario mundial para erradicar el hambre y la pobreza.