dilucidar el cómo del desarme de ETA tiene sin duda una gran carga simbólica para la credibilidad del fin del terrorismo. Personalmente, me decantaría por la opción de un desarme ante (aunque mejor, decomiso por?) las instituciones vascas. Tendría el valor doble de reconocer en los vascos el colectivo al que más daño ha causado ETA y de someterse además a su mandato democrático, al entregar sus armas al Gobierno que pretendía destruir.

Esta vía vasca no tiene muchos patrocinadores. Frente a quienes la han defendido abiertamente como única solución digna, los prejuiciosos habituales sospechan que tras ella se esconde la flojedad del nacionalismo y otros, partidarios de la hoja de ruta que maneja ETA, sostienen que un gesto de desarme ante interlocutores vascos sólo tendría sentido en un marco de unilateralidad, en el que todos los coparticipantes en el gesto se alinearan en el mismo lado que emplaza al inmovilismo del Estado en el contexto de la lucha competitiva por la resolución del conflicto.

Con la resolución de un decomiso (término empleado en el proceso irlandés, que conlleva una mayor carga de deslegitimación) a la vasca se podría concluir un acatamiento -con mayor o menor gusto- de la izquierda abertzale al marco institucional con su entrada en el juego político formal, al haber desaparecido ETA como centro de poder coercitivo al margen del control ciudadano.

El cierre de los años de plomo, sin embargo, nos demanda hoy mucho más que una entrega o abandono de armas. Exige situarnos ante un pasado de violencia y valorar críticamente las decisiones que la iniciaron hace cincuenta años. El terrorismo no era inevitable. No se puede olvidar que, frente a los que propugnaron la legitimidad del uso de todos los medios de lucha, se situó la sólida actitud de los que les replicaban que los vascos no matan, advirtiéndoles de los graves riesgos que afrontaban y de la responsabilidad que adquirían en las consecuencias que acarrearía al país, con la adopción de la lucha armada como forma de resistencia.

El final del terrorismo depende, por lo tanto, de retomar de nuevo aquel cuestionamiento de fondo, que ETA ha despreciado durante años a través de sus dichos y, sobre todo, de sus hechos. La violencia de todos estos años dejará una huella permanente en la memoria social vasca. La cuestión es que esa huella del pasado esté dotada de un sentido ético que sea útil para afianzar la convivencia vasca.

El documento de Glencree mostró que víctimas de diversas organizaciones, origen y pensamiento muy diferente podían llegar a un punto mínimo de entendimiento ético. La exigencia de que los perpetradores de la violencia reconozcan la injusticia de sus actos y su responsabilidad.

Este mínimo o suelo ético es un clamor y la Ponencia de la Paz del Parlamento Vasca, antes de diluirse por las rivalidades de partido, apuntaba al mismo objetivo. El acuerdo de la mayoría revalidado a comienzos de esta misma legislatura, en relación con que ese reconocimiento de la injusticia de la violencia practicada en el pasado sea el mínimo ético sobre el que vertebrar la reparación de la convivencia, debería ser garantía suficiente para evitar la ceremonia de la confusión en la que nos hemos adentrado.