necesitamos creer en la paz, necesitamos vivir con esperanza, pensar en un mundo sin conflictos y violencia donde nuestros hijos puedan crecer con posibilidades de futuro sin miedo ni temor. Por ello, la noticia de que palestinos e israelíes han decidido reemprender las conversaciones al amparo de Estados Unidos es, ante todo, una de las mejores que se han podido ofrecer este verano. Pero sabemos que las perspectivas de que la paz se consolide de un día para otro son imposibles.
La paz es un símbolo, a partir de ahí es el compromiso de las personas para consolidarla lo que la hace real. La paz trae aparejada no sólo la ausencia de violencia, sino el compromiso de las dos partes por respetarse y por encontrar unas vías de mutua colaboración, porque es el paso de las sociedades obligadas a entenderse. La paz, por ello, no puede conducir a la exclusión ni a la partición, sino al entendimiento. Claro que el esfuerzo, tras décadas de enfrentamiento, debe ser mayúsculo porque los anteriores procesos no han dejado pilares en los que apoyarse para volver a colocar las tablas de un puente de concordia. El fracaso, lamentablemente, a modo de solar desolado, ha sido el espacio que mejor describe el conflicto palestino. Esperemos que esta vez no se repita el resultado. Los fanáticos o reaccionarios de ambas partes han visto la paz como un obstáculo a sus pretensiones y como un marco propicio para continuar atrincherados en sus posiciones.
Las facciones radicales palestinas como Hamás sentirán que estas conversaciones con el enemigo son una claudicación porque exigen la expulsión de los israelíes de Palestina, lo cual hace inviable cualquier resolución dialogada y sólo convoca dolor y sufrimiento perpetuos, sin garantía de éxito alguno. Y los sectores israelíes más ortodoxos afirmarán que la tierra les pertenece, por lo que no hay nada que acordar sino el forzar a los palestinos a abandonarla, apelando a la Biblia como si fuese un documento que autentificara su propiedad en exclusiva, pero arrinconando a los palestinos, obligándolos a reaccionar con virulencia, como si fueran una molestia y no seres humanos a los que se les retira la dignidad. Por desgracia, el asesinato de Isaac Rabin en los años 90 fue la respuesta de la derecha israelí más obstinada para invalidar las posibilidades fructíferas y anheladas de la paz y esta ha sido una puerta que no se ha vuelto a abrir en las mismas condiciones, lo que la sociedad israelí debería observar atentamente.
El reconocimiento que la ONU ha hecho de Palestina como Estado observador el año pasado podría facilitar esta transición hacia la constitución de un Estado con unas fronteras delimitadas, una de las debilidades de todo posible acuerdo, así como consensuar el futuro de la capitalidad de Jerusalén y otros temas esenciales para garantizar la independencia de ese futuro Estado. El tiempo no ha de regatearse a la hora de procurar salvar vidas y evitar nuevos padecimientos que permitan la convivencia entre ambas sociedades, cuya vecindad exige impulsar políticas de convivencia y acercamiento.
De ahí que confiemos en que estas conversaciones lleven a un punto en el que se coloquen mimbres para garantizar que esta guerra no declarada y sin batallas pueda concluir de una vez por todas. Tal fin, la paz, no puede estar sometido al libre albur de la decisión de los fanáticos que se van a negar clara y rotundamente a cualquier renuncia, utilizando la retórica del terror para subvertirla. Pues seguro que la pondrán a prueba repetidamente.
La violencia es atávica e Israel ha de ser capaz de superar este aspecto para garantizar la viabilidad de las conversaciones y confiar en la actitud de aquellos palestinos que se han abierto a ella. Porque es innegable que tanto la mayoría de los israelíes como de los palestinos aspiran a vivir con normalidad y no soportar más el temor a lo que pueda suceder al día siguiente. Esta es una palabra extraña, normalidad, por poco utilizada, pero necesaria en un contexto donde es fácil que un terrorista decida inmolarse, por rabia y resentimiento, condenando a millones de personas a vivir, durante otro lustro, bajo los auspicios del rencor y la amargura. La única posibilidad de evitarlo es partir del mutuo reconocimiento y mantener la fe en los fines propuestos de tolerancia y dignidad.
Pensemos que no son los muros de hormigón que Israel ha levantado los que separan a judíos y árabes, sino los psicológicos. Es hora de que se afiancen y se apoyen las organizaciones pacifistas para reforzar esos principios de respeto y que consigan que esa mecha de renovada esperanza prenda, sin apagarse, en las conciencias para librar a estos pueblos de la tiranía que provoca el terror.
Educar a las nuevas generaciones en un pasado sin prejuicios es, sin duda, otra pieza básica a la hora de plantar la semilla de una toma de conciencia capaz de desterrar la fría inhumanidad que ha caracterizado este enfrentamiento.
A fin de cuentas no son tan diferentes entre sí ambos pueblos, están compuestos por seres humanos, aunque sus creencias religiosas mayoritarias sean diferentes. Y también la ONU tiene el deber de implicarse para conseguir que haya un futuro viable para el Estado palestino, con garantías de desarrollo pleno y que dentro de unas décadas, extinguido el conflicto y cicatrizadas las heridas, sea ya tan sólo una referencia en los libros de Historia, de la que podamos extraer las debidas enseñanzas que impidan su repetición y la propagación de la llama del fanatismo.