una de las salas del inmenso edificio que junto a la plaza de Tianamen alberga el Museo Nacional de China recoge los numerosos regalos presentados durante más de medio siglo por mandatarios extranjeros a las autoridades de la República Popular. En su entrada se ofrece al visitante un mapa del mundo que proyecta una perspectiva muy diferente de la que visualizamos en Occidente. En el centro de ese mapamundi no está el Atlántico, sino el lejano Pacífico. Conforme a esa perspectiva, Europa es un lugar periférico muy alejado de la posición medular que ocupa el Imperio del Centro (antiguo y tradicional nombre de China) y donde la Península ibérica y Euskadi aparecen como un finisterre remoto, una suerte de antípodas del siglo XXI.

Que el mercado haya elegido una dictadura como centro de producción mundial y eje de su desarrollo tiene importantes consecuencias. China, el Estado más poblado del planeta con más de 1.200 millones de habitantes, se ha situado en apenas unas décadas como segunda potencia mundial. Las condiciones de producción que las grandes multinacionales han encontrado en China y otros países asiáticos bajos salarios, limitaciones sindicales, restricciones políticas, falta de regulaciones medioambientales o corrupción administrativa y han posibilitado una acumulación gigantesca de beneficios, así como un empobrecimiento acelerado para millones de europeos y norteamericanos que han perdido sus empleos o degradado sus perspectivas laborales. La reciente tragedia en Dakha, donde más de 1.000 personas murieron en el incendio de una fábrica, ha destapado las condiciones miserables de trabajo que posibilitan que el coste de producción en Asia equivalga 1/40 parte del precio de venta de Occidente.

Las voces que auguran un futuro desarrollo democrático en un ambiente de cooperación mundial ignoran que China aspira a convertirse en la unidad política más importante del Planeta, liderada por un partido único que desea perpetuarse como una suerte de nueva dinastía. El nacionalismo chino es hoy la principal fuente de legitimización del Partido. Aunque el término comunista ha desaparecido del lenguaje, mantiene el monopolio ideológico y su vocación totalitaria sobre una sociedad en donde no hay espacio para el pluralismo o la disidencia social.

China ha comenzado además a ajustar cuentas con un pasado de humillaciones. Japón está ya en el punto de mira, como atestigua la disputa por el control sobre un minúsculo archipiélago limítrofe. El boicot a sus productos es un chantaje que el Gobierno no duda en transmitir a la población. No debiera descartarse que luego llegue el turno de las viejas potencias imperialistas que, como el Reino Unido o Francia, forman parte de ese pasado. Más que confiar en que China se democratizará cabe esperar que la chinacización sea el futuro para grandes áreas del planeta.

La voracidad comercial y la laboriosidad, su tenaz voluntad por acumular riqueza o escapar de una horrenda pobreza rural, la jerarquización, su nacionalismo o la secular falta de libertades son características culturales que hacen de China un gigante capaz de imponer una disciplina marcial y una rapidez de movimientos que las democracias occidentales no pueden ni soñar en alcanzar.

Han transcurridos 40 años desde el histórico encuentro entre Nixon y Mao que sentó las bases para su progresiva incorporación al mercado mundial y China se ha convertido ya en la gran fábrica del Planeta. Es cuestión de tiempo que su dominio se imponga de forma devastadora sobre otros sectores económicos. ¿Acaso alguien duda de que tras japoneses y coreanos serán capaces de exportar también vehículos de producción propia o que los futuros avances tecnológicos o de diseño e innovación occidentales serán copiados y vendidos a precios sin competencia?

Las condiciones de vida en China son unas antípodas sociales muy alejadas del marco europeo. Anualmente 12 millones de chinos emigran del campo a las capitales, donde los precios de la vivienda han alcanzado ya los de ciudades europeas y el hacinamiento es masivo. El Gobierno chino acaba de prohibir que el espacio por habitante en las viviendas de Pekín sea inferior a 5 metros cuadrados. La contaminación es tal que son excepcionales los días en que brilla el sol y la sociedad china ha sido conducida a una efervescencia consumista donde las marcas de lujo representan un valor supremo y la transacción sobre la compra-venta, sin precio fijo, una experiencia imprescindible. Los escasos occidentales que recorren Pekín comprueban que los chinos que entablan conversación con ellos tratan sistemáticamente de ofrecerles alguna excursión o venderles algún producto. Un paradigma cultural en el que las relaciones humanas quedan reducidas a transacciones comerciales.

Las falsas promesas de un crecimiento sostenible y perpetuo se han demostrado en Europa vacua propaganda. No sólo se trata de hacer frente a una crisis coyuntural por el estallido de burbujas inmobiliarias, déficits fiscales insostenibles, corrupción generalizada, falta de liderazgo o mala administración. Vivimos un ajuste de la economía mundial que hace del actual modelo europeo una suerte de Imperio Austro-Húngaro abocado a su desaparición. Como pone en evidencia el crecimiento fulgurante de las cuatro inmensas megaciudades de Beijing, Tonking, Nanking y Shanghai -con una población ya superior a Alemania-, ese modelo de desarrollo implica también la destrucción masiva del tejido industrial de los cinturones urbanos europeos.

En ese marco, no habrá salidad de la crisis porque la crisis es precisamente su consecuencia inevitable. Ante el declive de Europa y Occidente en beneficio del made in China, la UE debe acelerar la superación de los marcos estatales para convertirse en una unidad política y democrática que constituya un bloque civilizatorio que tenga en el Atlántico su epicentro.