en la opinión pública predomina la idea de que la especialización agrícola es cosa de países pobres de tecnología atrasada, cuando lo cierto es que hace diez años más de dos tercios de la exportación mundial de alimentos y materias primas agrícolas procedía de los países desarrollados y todavía hoy procede un 57%.
Las cifras macroeconómicas dificultan ver la importancia de este sector en la actividad económica y social general. Aparentemente, su peso es hoy marginal en la economía como consecuencia del auge de las actividades industriales y de los servicios en las últimas décadas. Es cierto que, en términos estadísticos, el valor añadido por la agricultura es muy reducido: apenas representa el 2,5% en la economía española y aún menos en la vasca, donde no llega al 0,7%. En Euskadi, 34.000 personas -cinco de cada cien- trabajaban en la agricultura al final de la dictadura franquista y hoy apenas son 8.500, menos de uno de cada cien ocupados.
Sin embargo, la producción agropecuaria y pesquera es una actividad estratégica en cualquier economía desarrollada. Una gran parte del empleo industrial y de servicios en Euskadi está relacionada con una actividad vinculada con dar de comer a la población. Así, la producción agrícola, las industrias agroalimentarias, el transporte y las actividades de distribución mayorista y minorista de alimentos, restaurantes y bares generan más del 12% del valor añadido de la economía vasca y cerca del 16% de los empleos, creando además una demanda indirecta interna en actividades como industria química, papel, vidrio, maquinaria, energía, servicios financieros y seguros o servicios a empresas. Una parte importante de las ventas de estos sectores al resto del Estado o al extranjero también está vinculada a la curiosa necesidad que siente la gente de comer y beber todos los días. Disponer de una fuente de producción de alimentos y materias primas agrícolas es, por tanto, estratégico no solamente para garantizar la seguridad alimentaria, sino porque el control del suministro de productos agropecuarios es condición necesaria del desarrollo industrial. Cualquier deslocalización de la producción agrícola entraña inevitablemente una importante deslocalización industrial asociada a las cosas del comer, lo que implica una vulnerabilidad grave, económica y también política, para la soberanía de cualquier país.
Por eso es especialmente relevante la discusión sobre el futuro de la PAC que se ha abierto en el marco del debate sobre la programación financiera para los próximos siete años en la Unión Europea. A finales de junio se cerró un acuerdo político en las instituciones europeas para la reforma de la PAC que aún tiene muchos flecos abiertos, pues el Parlamento Europeo no está conforme con todos los contenidos de la reforma propuesta, especialmente con los relativos a la financiación de la agricultura europea. Los gobiernos europeos han decidido una reducción global para el programa multianual 2014-2020 del 2% respecto al marco financiero vigente, pero los recursos destinados a promover la agricultura europea se prevé que disminuirán en más de 52.000 millones de euros, un 16% menos.
Esta sustancial reducción de las ayudas se produce a pesar de que la reforma de la PAC, que en teoría mantiene como objetivo apoyar los ingresos de los agricultores, reconoce un crecimiento sostenido de los costes de producción. El objetivo de la seguridad alimentaria, entendida como producción suficiente para las necesidades internas, fue eliminado en las reformas de los años 90, asociado ahora el término a criterios de regulación de procesos de producción y supervisión de calidad, trazabilidad y etiquetado. Una parte creciente de las ayudas se vincula no a la producción agrícola y ganadera sino a criterios medioambientales: la retención de carbono en suelos asociados con pastos permanentes, el suministro de agua y protección del hábitat mediante el establecimiento de zonas de interés ecológico y la mejora de la capacidad de recuperación de los suelos y de los ecosistemas a través de la diversificación de cultivos serán criterios clave en la asignación de los recursos de la PAC. El problema es que en lugar de complementar u orientar, estos criterios tienden a sustituir cada vez más la planificación directa de cultivos en función de las necesidades objetivas de la producción industrial y el consumo final.
En la reforma, la contribución de las tierras de Europa para alcanzar los objetivos comunitarios en materia de biodiversidad y adaptación al cambio climático se vincula con reforzar los denominados ecosistemas naturales, un concepto idealista que se abstrae de la presencia de actividad social en todos los ecosistemas del planeta. El mejor ecosistema natural sería, al parecer, aquel en el que no hubiera producción agrícola ni agricultores, sólo guardabosques y guías de turismo rural. En esta perspectiva se pretende que la creación de un Fondo Europeo de Ajuste a la Globalización contribuya a una transición hacia una pretendida reducción de la capacidad productiva agrícola y a una dependencia mayor de las importaciones. La reforma propuesta es en realidad una política de transición hacia el abandono definitivo de los objetivos iniciales de la PAC y el paso a una agricultura regida exclusivamente por criterios financieros de coste-beneficio, a lo que las instancias oficiales denominan agricultura sostenible. Otro ejemplo de cómo los criterios de mercado no siempre son los más adecuados para regir las decisiones colectivas.