todos conocían la cifra de memoria. La escalinata tenía -y tiene- once pisos, la altura que debían ascender los presos al subir de la cantera, más otros 300 metros cuesta arriba. Cada día hacían este recorrido cargados unas diez o doce veces, siendo afortunados. Los que no, rodaban por los escalones, por su debilidad o las agresiones de los kapos -presos comunes alemanes con derecho a todo tipo de abusos-, hasta terminar aplastados o empujados al vacío. Cada una de las piedras de aquellos escalones tiene sangre de un republicano español. A 20 kilómetros de Linz, a orillas del mismo Danubio azul que canta el cursi vals de los vencedores del imperio austro-húngaro, hay un pueblecito, hoy con fachadas decoradas en merengue avellana y una bonita piscina pública; ayer, con olor a carne quemada. Cuando alguien visita el campo de Mauthausen-Gusen se le queda la garganta seca y la sonrisa petrificada durante unos días; las imágenes se te quedan grabadas a cincel en la retina, con el mismo martillo que usaron los concentrados para tallarlas. Su pecado fue ser considerados por las SS parásitos de la sociedad por su nacionalidad, raza, religión, creencia política u orientación sexual. Llevaban un pijama de rayas, un número por nombre y un triángulo donde el color y la inicial identificaban delito y nacionalidad.
Debían llevar encima una piedra de unos 20 o 25 kilogramos al hombro, sin más ayuda que sus manos, cuando su propio peso corporal era de unos 45 kilogramos de media. Han colocado una piedra así en el inicio de la escalera y aprovechando que me encontraba solo, me la eché al hombro como pude, pero no tuve el valor ni la fuerza de subirla ni una sola vez. El día -por encima de los 30º- no ayudaba, pero yo estaba tranquilo, bien alimentado y descansado, sin ninguna amenaza. La dejé donde estaba y me limité a subir dos piedrecitas como el puño en homenaje a los caídos en este infierno. En el momento de la visita te aturden las frases y las imágenes, te hundes en el recuerdo de un tiempo tan negro como la cruz gamada, pero a los pocos días rebobinas y llegas a una conclusión que te taladra los sesos. Lo terrible no son sólo los 7.000 españoles que fallecieron allí o los 105.000 exterminados. Los reclusos fueron obligados a construir su propia cárcel, como otra forma de humillación física y moral, con montones de cuerpos esqueléticos empujados por máquinas para ser escondidos en una fosa común o los que se electrificaron en las alambradas para dejar atrás el sufrimiento, el hambre, el frío y el miedo. Cuando la muerte es casi una salvación, una huida.
En el espacio exterior, entre el campo y la cantera, se ha levantado un memorial como recuerdo, para que no se repita. Una de las obsesiones de los republicanos era que uno solo de ellos pudiera quedar vivo para contarlo, que no quedase enterrado como un cuerpo más. Tuvieron el valor de esconder unos carretes de fotos, que luego fueron importantes en el proceso de Nuremberg.
Hasta 19 monumentos de variadas formas, material o diseño han sido erigidos en este lugar. Francia fue el primero, en 1949. En medio del sofoco de un mediodía desértico, buscamos alguna escultura que nos resultase cercana, pero no fue fácil, era la más pequeña de todas. Entonces te das cuenta de lo terrible de que ningún gobierno español en estos 68 años ha movido un solo dedo para homenajear a aquellas 7.000 víctimas. El monumento que recuerda a quienes soportaron diez años de angustia, la guerra española, el olvido francés en otros campos, la lucha antifascista contra Hitler y la reclusión en campos de exterminio alemanes es el más modesto. Y además, cuando polacos, rusos o húngaros regresaron a sus casas después de la liberación el 6 de mayo de 1945, ellos no pudieron porque, según Franco, no había españoles fuera de España. No tenían nada, ni siquiera un país.
El monumento que recuerda a los republicanos fue costeado por ellos mismos, sin ningún tipo de ayuda, y tiene la misma dignidad, pero es en apariencia física el más humilde. Y recuerdas que Alemania o Argentina han intentado lavar su ropa sucia, aunque sea tarde y con poco jabón. Pero aquí, el franquismo sigue tan vivo como siempre en todas las instituciones y seguirá así mientras no se juzguen sus crímenes. Es como si el esquelético pueblo ibérico no fuese capaz de ascender los 186 escalones que le lleven a la verdadera libertad.
El trabajo os hará libres, ponía en Dachau, lo que firma cualquier patronal. Nuestra complacencia, desunión e individualismo es su fuerza. Justo ahora se cumplen 50 años desde que Martin Luther King tuvo un sueño? Construir un mundo sin escalones. ¿Por qué no?