desde una observación honesta y objetiva de la actual situación política vasca, se constata que nos encontramos en un momento clave para avanzar decisivamente en la normalización y la paz para Euskal Herria. A pesar de los obstáculos gubernamentales y de grupos inmovilistas, se incrementan iniciativas positivas y plurales para que personas y colectivos sean reconocidos y sus justas reivindicaciones razonablemente respondidas en el respeto de todos los derechos humanos individuales y colectivos. Sectores políticos, sociales y populares se implican creativamente en la búsqueda de una situación nueva donde Euskal Herria desarrolle sus múltiples potencialidades como pueblo libre y solidario, capaz de superar los difíciles tiempos de un tan doloroso y largo conflicto.

También muchos miembros de la Iglesia vasca sienten y viven su implicación y compromiso en estos momentos cruciales, como una apremiante necesidad por exigencias éticas y evangélicas. Porque si esta Iglesia no sirve para contribuir a lograr la paz desde la justicia, para acercarse con actitud samaritana a todas las víctimas, para liberar a los cautivos, anunciar y realizar la buena noticia para los pobres en fidelidad al evangelio de Jesús de Nazaret ¿para qué sirve?

Sin embargo el conjunto de nuestra Iglesia adolece hoy de una profunda crisis interna que le impide ser fiel a su misión en ese esfuerzo común hacia la paz. En primer lugar, la denunciada desde hace ya tiempo división estructural de la misma Iglesia vasca en dos provincias -Burgos e Iruña- es exponente de su ambigua situación. Y, más aún, cuando son razones político-eclesiásticas las que la motivaron y mantienen. Por otra parte, sus actuales dirigentes institucionales -nombrados a instancias de la Conferencia Episcopal Española y de su actual presidente- no han dado muestras y signos de un compromiso eficaz para avanzar en el proceso de paz. Sus silencios o sesgadas declaraciones contrastan con las posiciones de sus predecesores a favor del diálogo y negociación, que desde una clara "definición moral frente a ETA", también exigían a "medios moralmente lícitos y políticamente correctos contra el terrorismo". Aquellos conceptos éticos han desaparecido del vocabulario pastoral de la jerarquía vasca actual.

El sector dirigente de la Iglesia vasca se encuentra estancado proféticamente porque ha olvidado lo que el concilio Vaticano II llamó signos de los tiempos. Ciertamente, el diálogo sobre la paz tiene sentido cuando está basado en la justicia, respeto y supresión de toda violencia, en la consideración de todos los derechos, donde todas las víctimas, sin excepciones, sean reconocidas y reparadas por el daño causado.

Es indudable que hoy la Iglesia en el País Vasco es plural, aunque todavía haya quienes se empeñen en imponer la uniformidad sumisa. Y dentro de esa pluralidad hay grupos y personas activamente comprometidos con palabras y acciones a favor de la justicia y de la paz. Hay también otras sensibilidades y respuestas que deben ser consideradas, respetadas y atendidas. La mutua descalificación no permite avanzar en el anhelado proceso de paz y reconciliación.

Tanto por un lado como por otro es necesario, en consecuencia, un cambio cualitativo de actitudes y acciones en la Iglesia vasca si quiere servir, según el evangelio, a Euskal Herria y responder pastoralmente en este momento decisivo.