si por algo se ha caracterizado el devenir de la Humanidad ha sido por las dramáticas desigualdades existentes entre los seres humanos, aunque esta inmoral realidad ha alcanzado su cénit con el capitalismo. El capitalismo global se ha adueñado del libre mercado, hasta el punto de que la razón económica se ha impuesto a la razón política y, lo que es peor, a la razón moral.
Los mercados financieros incontrolados nos han llevado a un catastrófico sistema en el que los beneficios empresariales priman por encima de cualquier consideración ética, generando despiadadas diferencias de renta y riqueza. Y ante este atropello, el ser humano y su razón no han sido capaces de promover una respuesta ideológica ni una praxis eficaz que frenen tanta injusticia y sinrazón. El paradigma de la lucha de clases ya no es espolón suficiente para que el ciudadano reaccione, ni la caridad cristiana, ni la promisoria ideología socialista apuntan a un escenario político más justo.
El capitalismo refleja una sociedad que no tiene tiempo para la ética, pues la justicia social no es una virtud sustantiva, sino una incómoda pretensión que dificulta la obtención de beneficios. En la sociedad industrial contemporánea la voluntad de la burguesía -egoista y calculadora- no encarna la voluntad de la mayoría, sino la voz de la tiranía económica que formaliza e instrumenta la idea de una democracia que deja de promover emancipación para producir sumisión. De la mano del capitalismo, se camina hacia la indiferencia moral.
El neoliberalismo formaliza e instrumenta la vida de tal forma que se pierde el sentido de justicia mientras la sociedad de seres humanos libres deviene en mera jaula productiva. La actividad productiva impone una lógica implacable que acaba volviéndose contra el propio ser humano, reduciéndolo a mero sustrato de dominio, siervo de la eficiencia y competitividad del mercado.
Han sido principalmente dos los humanismos históricos que han tratado de hacer frente a las desigualdades humanas: el cristianismo y el socialismo. Ninguno ha logrado, sin embargo, poner fin a la injusticia social.
El socialismo ha pretendido constituirse como la respuesta política idónea contra el capitalismo salvaje, como la única fuerza a través del la cual el pueblo puede dejarse oír, mostrar al mundo su protesta y lograr finalmente una sociedad justa. La caridad cristiana ha tratado, por su parte, de paliar las desigualdades sociales, aunque de forma más voluntariosa que eficaz. Ambos, sin embargo, han fracasado.
El cristianismo y el socialismo han sucumbido en el cenagal de la economía especulativa y la corrupción, perpetrando así su abandono de los desfavorecidos. Tan estéril ha resultado el sueño utópico de los socialistas, como el sueño bienaventurado de la caridad cristiana. Después de tantos siglos de caridad cristiana no se ha cerrado ni una sola llaga, la miseria no ha hecho más que aumentar y envenenarse hasta la indignación. La justicia social exige dar a cada uno lo que es suyo, lo que necesita, lo que le corresponde. Y eso con limosnas resulta imposible. El cristianismo ha puesto todo su horizonte de esperanza más allá de la muerte, a la vez que ha tolerado las injusticias sociales y la explotación del débil.
Por su parte, las promesas socialistas, subordinadas a los poderes económicos internacionales, aparecen anegadas en un deshielo deprimente y tembloroso. Tan es así, que del vasto firmamento color plomo ha caído la desesperanza sobre los desempleados, los pobres, las mujeres, los inmigrantes y los trabajadores oprimidos, que parecen sumergidos en una sombría y abrumadora niebla, mientras la opulencia calienta a las grandes fortunas y a los codiciosos financieros.
Del cristianismo primitivo, del socialismo originario y del sindicalismo de clase sólo quedan escombros, el tronco seco de un árbol incapaz de tener una nueva primavera. Ya sólo se oye el crujido ensordecedor del viejo edificio social, próximo a desmoronarse. La caridad cristiana resulta irrisoria y las promesas del socialismo, inútiles. Ambos humanismos están desacreditados, han tocado el fondo de la nada. Los desfavorecidos son conscientes de que han sido abandonados al devenir del capitalismo salvaje, por eso ya no creen en el paraíso social, cuya promesa ha alimentado durante tanto tiempo su contraproducente paciencia y resignación. Y ahora, indignados, exigen la adjudicación de su parte de felicidad.
Las recientes declaraciones del Papa Francisco a favor de los pobres y su comprensión hacia la ciudadanía indignada parecen ir más allá del mero testimonio, hasta el punto que han despertado una gran preocupación en la mayoría de los obispos ultraderechistas y sus grupos religiosos incondicionales. Aunque es pronto para augurar nada, se abre la posibilidad de que el humanismo cristiano recupere su compromiso originario.
Al socialismo y al cristianismo les urge, por su bien y el de la Humanidad, reformularse y comprometerse firmemente con hechos -no sólo con promesas- con los desfavorecidos. De lo contrario, son humanismos de postrimerías destinados al desguace. La suerte está echada.