cada año fallecen en el Estado medio millar de personas víctimas de ahogamiento en medio acuático. La repetición estival de noticias que hacen referencia a este tipo de muertes no está consiguiendo promover medidas institucionales encaminadas a abordar el problema de forma efectiva y la cifra de fallecimientos se mantiene estable en los últimos años.
Este verano el Ministerio de Sanidad hacía pública una nota con sus recomendaciones para evitar este tipo de accidentes. Unos consejos en su mayoría demasiado genéricos entre los que me llamó la atención uno que mostraba lo firmemente anclado que se mantiene -incluso en el ámbito sanitario- el falso mito que alerta sobre lo peligroso que es bañarse con el estómago lleno: "Antes de meterse en el agua compruebe la temperatura y espere dos horas después de haber comido". Una frase que no se explica ni qué temperatura hay que comprobar ni cuál es el objetivo de esa verificación y que finaliza con la eterna falacia de que hay que esperar dos horas después de comer antes de bañarse.
Que un medio de comunicación afirme que un niño falleció en una piscina por un corte de digestión cabe dentro de lo esperable y los buscadores devuelven multitud de páginas con explicaciones sobre los mecanismos que supuestamente justifican el antagonismo. La fábula de la incompatibilidad entre comida y baño está muy extendida.
El razonamiento es que cuando el organismo está ocupado en la digestión, gran cantidad de sangre se concentra en el aparato digestivo, lo que provoca una menor disponibilidad para el cerebro y si en ese momento nos exponemos al abrupto estímulo del agua fría la disponibilidad será menor y se perderá el conocimiento. La base científica de esta argumentación es sustancialmente correcta, pero uno de los eslabones sobra: la digestión tiene, a tenor de los conocimientos científicos actuales, un papel poco o nada significativo en este síncope por hidrocución.
Cuando una persona entra en el agua se desencadenan una serie de atávicas respuestas reflejas -totalmente automáticas e involuntarias- que originariamente tenían como objetivo último prolongar el tiempo de permanencia en el agua sin respirar. Para disminuir el consumo de oxígeno, la frecuencia con la que el corazón late se reduce y la sangre es redirigida de sistemas no vitales -como la piel, el aparato digestivo o los músculos- a los imprescindibles como cerebro y corazón. Después de exposiciones prolongadas al sol, los vasos sanguíneos de la piel se encuentran dilatados tratando que este aflujo de sangre libere parte del calor excesivo que se está generando. Al sumergirse en agua, sobre todo si la diferencia entre la temperatura de su piel y la del agua es elevada, los vasos sanguíneos cutáneos se contraen para evitar una excesiva pérdida de calor y toda esa sangre desplazada de la piel llega al corazón que de forma refleja disminuye su número de latidos. Lo habitual es que el efecto pase desapercibido, pero este reflejo y otros implicados en la respuesta a la inmersión en agua fría son más intensos en algunas personas y en la infancia, pudiendo llegar a provocar una bradicardia tal que la cantidad de sangre que llega al cerebro disminuya críticamente y se pierda el conocimiento. Es lo que comúnmente se conoce como lipotimia. Un desenlace que en tierra firme finalizará cuando la persona esté en posición horizontal en el suelo pero que en el agua conducirá, si no se produce el rescate, al ahogamiento.
Existen otras circunstancias que pueden conducir al ahogamiento como la extenuación o incapacidad para nadar o ataques epilépticos y enfermedades cardiacas, pero en personas sanas la explicación con más consenso científico es la del síncope por hidrocución en el que poco o nada tiene que ver la digestión.
Salvo que se trate de otro corta y pega como el que se deslizó en las condolencias por el accidente ferroviario, al Ministerio parece no preocuparle mucho la validez científica de sus recomendaciones. Una simple hojeada a las publicaciones serias hubiera evitado que el cuento de la comida se colara en la nota de prensa. Los grupos expertos que verdaderamente se preocupan por dar una solución al problema de las muertes por ahogamiento recomiendan que se enseñe a los niños y niñas a nadar cuanto antes, que las piscinas estén cerradas con vallas de 1,2 metros, que no se usen flotadores sino chalecos salvavidas, que una persona adulta -padre o madre preferentemente, no la hermana de 7 años- supervise continuamente y sin distracciones el baño de menores de edad, que no se entre al agua bruscamente si la temperatura exterior es elevada, que sólo se nade en lugares con socorrista -y que se respeten sus instrucciones- o que no se ingiera alcohol ni drogas antes del baño, pero en ningún caso hacen referencia a la arbitraria máxima de esperar dos horas después de comer.
Que el organismo sanitario por excelencia nos cuele la misma falacia es preocupante. No se trata exclusivamente de una cuestión de rigor científico, sino que seguir responsabilizando de algunos ahogamientos a que no se ha respetado el sagrado tiempo de la digestión hace que obviemos las verdaderas medidas preventivas y evita que nos encaminemos a su solución.
Las muertes en el agua son uno de los accidentes más frecuentes en esta época y puede ser evitadas; es preciso que se apliquen las recomendaciones que las evitarían huyendo de la absurda simplificación de que un corte de digestión produjo la muerte que, además de ser falsa, culpabiliza a la víctima o a las que tienen la responsabilidad de vigilarla, evita que se aclaren las causas reales y prorroga innecesariamente la puesta en marcha de las verdaderas y eficaces medidas preventivas.