A nadie se le oculta el gran poder de la Iglesia, por eso cuando el 13 de marzo fue elegido Papa el cardenal Jorge Mario Bergoglio en muchos ambientes, no solo católicos, se levantaron muchas expectativas ya que se trataba de un papa procedente de Latinoamérica y jesuita, y de él muchos esperaban que devolviera a la institución el espíritu del Concilio Vaticano II, después del destrozo causado por sus dos inmediatos antecesores, quienes la hicieron retroceder a posturas de los años cincuenta o anteriores. Los nombramientos de gentes totalmente conservadoras son evidentes en nuestras diócesis vascas, y a nivel del Estado la figura de Rouco Varela ilustra claramente esta afirmación. Con el Concilio se estableció la participación de los cristianos en los asuntos de la Iglesia, imponiéndose a partir de Juan Pablo II la vuelta a la más absoluta jerarquización. Al regreso de un corto viaje a Cracovia tengo escrito que Karol Wojtyla fue un mal Papa, no solo para los católicos sino para el mundo, y conservo en mi memoria las imágenes de este hombre echando una gran bronca al sacerdote Cardenal, a su llegada a Nicaragua por meterse en política y en otra escena dando de comulgar al asesino Pinochet.

De todas formas, y aparte de lo anterior, la herencia recibida por Bergoglio no es como para dar botes de alegría; el tema de las finanzas vaticanas, la pederastia en sectores de la Iglesia, los lobbys homosexuales, así como la necesaria renovación de la curia vaticana y el desprenderse de la influencia de organizaciones altamente conservadoras; todo eso sin contar con la necesaria puesta al día en temas no abordados por el Concilio, como la participación de la mujer; los anticonceptivos, la unión de personas del mismo sexo, etcétera.

Se suelen conceder cien días de confianza a los presidentes de gobierno a partir de su elección y yo, en tono de broma, comenté con algún amigo que a Francisco I le concedía 120 días para empezar a percibir algún cambio, ya que su labor la entendía altamente complicada. Han transcurrido bastantes más de esos 120 días y no he visto ningún nombramiento o gesto que indiquen un nuevo rumbo, sino más bien una continuidad práctica.

En la prensa, sobre todo en la que con total entusiasmo apoyó el levantamiento militar de 1936, se vienen produciendo noticias de la próxima beatificación de numerosos sacerdotes asesinados en la zona republicana durante la Guerra Civil española (1936-1939) por su carácter de mártires del siglo XX. Sobre este tema, recuerdo una anécdota que me pasó no hace muchos años en casa de la madre de un amigo, santa mujer de verdad, a la que llamaré Fermina.

Fermina tenía en lugar destacado de su casa una fotografía enmarcada, en la que Juan Pablo II le estaba dando de comulgar. Al verla yo, y en tono de broma le comenté "Fermina, esa hostia tendrá más Dios" y la buena mujer me contó que un tío suyo, asesinado durante la Guerra Civil junto a otros frailes, había sido beatificado y que al acto, en Roma, fueron invitadas ella y una hermana por ser los familiares más cercanos vivos y que ella, por ser la mayor, tuvo el privilegio de que le diera de comulgar el Papa.

Mire Fermina, le contesté, su tío y sus compañeros fueron, efectivamente, asesinados, y si el cielo existe allí tendrá un lugar, como lo tendrán otros miles de personas, también asesinados en las cunetas y tapias por tratar de hacer un mundo más justo y de los que la jerarquía de la Iglesia no se acuerda nunca. Los sacerdotes, que tan profusamente beatifican, fueron asesinados, pero no lo fueron por sus creencias sino por pertenecer a una organización (Iglesia) que fue totalmente beligerante; que alentó y contribuyó decisivamente a la sublevación a la que califico de Cruzada; que miró para otro lado, cuando no contribuyó, mientras se cometían los asesinatos que desde el primer momento y de forma masiva se llevaron a cabo por los golpistas. Fermina se quedó unos instantes un poco pensativa y me dio la razón. De estos sucesos sabemos mucho en estas tierras.

Este es un tema que puede ser sangrante para muchos, y la Iglesia, al seguir con estas beatificaciones iniciadas en tiempos de Wojtyla, sigue tomando partido por la Cruzada. Quizá a Francisco I este asunto le vino ya dado, pero antes de firmar el decreto que reconoce sus martirios, debería haber recapacitado un poco, ya que, además, él conoce de primera mano las consecuencias represivas de una sublevación militar, aunque indudablemente mucho menos cruenta que la franquista. A falta de mejores noticias, mal comienzo el de Bergoglio.