nos ocurre últimamente que en cada asunto que entra en revisión y al que se le exige transparencia encontramos anormalidades, motivos de abusos, malas prácticas inconfesables, incompetencias declaradas y un sinfín de sinsentidos con los que hemos convivido durante mucho tiempo. El prestigio de las instituciones y de algunas personas significativas se viene abajo por la falta de coherencia entre lo que hacen y lo que deben hacer o dicen que deben hacer. Y esto pasa en instituciones básicas -públicas y privadas- de la convivencia organizada que nos dotamos. Si los partidos nos representan poco y dicen ser el canal de representación de la voluntad popular; si los bancos no generan confianza y son los depositarios del futuro bienestar de los jubilados; si los educadores y autoridades no son modelo de conducta; y si los que recaudan no son ejemplo de honestidad, estamos ante algo grave de fondo que debe cambiar y mucho.

Y esto también pasa en lo cotidiano. Cuando una señora sexagenaria dice a su hija que se ha cambiado de médico "porque el de antes no me miraba, sólo tecleaba lo que yo le decía", algo se está haciendo mal. Cuando el fracaso escolar no pasa de ser un dato en un ranking y no es el primer asunto que resolver educadores y no educadores, algo se está haciendo mal. Cuando el trabajo cualificado es un bien escaso que hace emigrar a los jóvenes bien formados, algo se está haciendo mal.

Seguramente hemos ido confundiendo lo esencial con lo formal o aparente y los sucedáneos han invadido nuestra realidad. Y ahora, cuando los sucedáneos se manifiestan como falsos imitadores, nos encontramos sin señuelos que seguir.

Presumimos de cientos o miles de amigos en las redes sociales, cuando la amistad es otra cosa. Decimos que la economía está al servicio de la persona, cuando los desahucios y los embargos son práctica cotidiana. Decimos que el respeto básico, cuando los insultos y las intrigas forman parte del entretenimiento televisivo. Decimos que la prioridad número uno es crear empleo y cada día aumenta el numero de parados y nadie sabe qué se está haciendo para que ello no ocurra. Decimos que tal medida creará estabilidad en los mercados y ocurre lo contrario.

La gran pregunta es cómo salir de ésta, que no es sólo una crisis económica pasajera, sino un alto en el camino y una vuelta a empezar desde lo esencial, construyendo nuevas relaciones laborales, sociales y de confianza, quizás antiguas en sus fundamentos pero con otros medios tecnológicos y formación. Y lo esencial es lo que el sentido común liso y llano nos indica con la lógica de la prudencia, el trabajo y la perseverancia, el conocimiento aplicado, la sustitución de algunos individuos como referentes sociales y el sentido de lo colectivo como pauta básica.

No sé si es de sentido común que un banco pueda prestar en créditos hasta diez veces lo que dispone como dinero recibido por los ahorradores; antes no lo era, pero el actual sistema bancario funciona así. No sé si es de sentido común que el fondo de garantía de pensiones sea el 6% del PIB, cuando debe representar los ahorros de los trabajadores durante varias decenas de años. Quizás tampoco tenga mucho sentido pasar 24.000 horas formándose para llegar a tener un titulo universitario y no encontrar trabajo y si lo encuentras, disponer sólo de 1.200 horas de formación. Tampoco tiene sentido que sabiendo que vamos a una sociedad menos joven y que los cuidados van a ser el sector de actividad social más importante, no estemos educando a la sociedad para ello.

Sin embargo, los debates de la crisis se siguen planteando desde posiciones contrapuestas que cada uno defiende dependiendo de en qué lado le toque estar. Por ejemplo, ahora toca debatir sobre si las autonomías son caras y el modelo de descentralización.

Pero si aplicamos sólo criterios de eficiencia por ejemplo en la salud, nos pasará lo de la señora que se ha cambiado de médico. Los tiempos de escucha del médico no se pueden pautar como los tipos de interés o la velocidad máxima de una carretera. La cultura, la educación, la salud o los servicios sociales están orientados a la persona y son locales y cercanos. Todo empeño en centralizarlos y normalizarlos pasa por una pérdida sustancial de calidad de servicio, muy barato en lo visible e inmediato, pero muy caro en las consecuencias.

Por el contrario, la gestión de las cosas debe concentrarse porque aquí sí hay eficiencia por economía de escala en costes. Esto ocurre cuando podemos aplicar criterios de optimización de operaciones en costes, como cuando se trata de mantener una carretera, construir un edificio, organizar el suministro de agua o de recaudar impuestos.

Lo sorprendente es que habiendo tanto conocimiento de éstas y otras cosas apenas se aplique. Quizás son los intereses personales de algunos pocos los que determinan lo que debemos hacer los demás y lo venden con seductores sucedáneos de los tópicos del momento, hoy la prima de riesgo y mañana las autonomías. Y así la política de hoy se convierte en el arte de disfrazar la aritmética de los mercados en una u otra ética, casi sin ideología, ya que parece que no hay más opciones que salir de la crisis, pero no es así. Dicen que no nos gusta a nadie, pero es lo que hay que hacer. ¿A nadie se lo ocurre nada diferente?