la ética sigue siendo la asignatura pendiente de la política y no hay indicios apreciables que nos hagan pensar que las cosas vayan a cambiar. La ética política surge de la razón y no de sentimientos, opiniones o conveniencias, y aspira por ello a ser un precepto racional capaz de regir el comportamiento de los políticos. La moral no entiende de conveniencias, no está orientada a conseguir aplausos, votos, apoyos, reconocimientos o riqueza, sino que exige del político que sirva a la ciudadanía sin esperar nada a cambio, salvo el bienestar íntimo que de una buena praxis pueda derivarse y unos emolumentos adecuados a la responsabilidad que contraen. Ni un euro más.
Los seres humanos somos capaces de proponer valores, debatirlos, someterlos a crítica, evaluar sus consecuencias y, finalmente, consensuar y prescribir códigos morales. En este sentido, los fundamentos éticos más importantes en la actualidad son el deontologismo -que afirma que algo es bueno porque debe hacerse- y el utilitarismo que considera que algo debe hacerse porque es conveniente. El deontologismo parte de unos principios y unos valores que considera deberes y juzga como bueno sólo aquello que estamos convencidos de que debe hacerse. No se detiene en el detallado cálculo de las consecuencias. El utilitarismo pone el acento en los resultados de una acción y concluye que son buenas y deben hacerse sólo aquellas acciones que procuran los beneficios esperados. Se trata de una racionalidad estratégica y calculadora que hace inventario de las ventajas obtenidas según los resultados. Obviamente, el utilitarismo se basa necesariamente en la acumulación de experiencias similares para sus cálculos, pero son tantas las variables nuevas que pueden intervenir que la experiencia no permite prever las posibles consecuencias.
Obrar, sin embargo, sólo en función de principios y valores, desligándose de las consecuencias, como pretende el kantismo más cerrado, no parece una actitud muy pulcra moralmente, pero obrar basándose exclusivamente en un cálculo de previsibles resultados, sin tener en cuenta ningún principio o valor tampoco resulta una actitud moralmente convincente. Por ello, lo más razonable es que cualquier decisión política deberá contemplar la situación en todo su recorrido, es decir, incluir los principios como punto de partida y tener en cuenta las previsibles consecuencias. Deontologismo y utilitarismo se trasparentan en la política de manera necesaria.
Lo cierto es que la ética se ha devaluado tanto que los políticos parecen pensar que la moral no tiene cabida en el ámbito político. Así se explican los escandalosos casos de corrupción, el incumplimiento de promesas electorales, el afán de enriquecimiento y la preeminencia de los intereses financieros y mercantiles sobre los derechos humanos y sobre cualquier principio ético que contradiga los intereses de los poderes fácticos.
Los políticos como Maquiavelo se fían poco de las bondades humanas. Por ello, piensan que la gobernabilidad de una comunidad pasa necesariamente por embridar a la ciudadanía. Visto así, supone justificar que en política, a veces, es conveniente mentir, manipular o sacrificar a los más débiles, cuando la genuina actitud política, como moral que es, ha de mantenerse en su firme compromiso, por encima de cualquier estrategia pragmática, en tratar de lograr una sociedad libre, justa, igualitaria, satisfecha en lo material y emancipada de cualquier alineación que la oprima.
Entre tanto, el PP en su afán totalitario está mermando el poder de los sindicatos y la capacidad de resistencia de los trabajadores mediante la reciente reforma laboral. Y a medida que va debilitando a quienes deben asumir la dirección del rechazo social, el Gobierno va progresivamente desmantelando la sanidad y los servicios sociales mientras trata de controlar la enseñanza con la reforma de Wert clasista, excluyente, sexista y confesional. Y todo ello sin tener en cuenta la oleada creciente de las protestas ciudadanas contra el aumento incesante del paro, la disminución de los salarios, los desahucios, la estafa de las acciones preferentes, la disminución del poder adquisitivo de los pensionistas, la corrupción y las discriminatorias tasas judiciales. Unas protestas que la derecha está decidida a contener o dispersar con cargas policiales desproporcionadas, mientras se prepara para criminalizarlas o prohibirlas. Ante estos excesos, las formaciones progresistas, lejos de sumar fuerzas, permanecen enrocadas en la defensa de sus intereses partidistas, impidiendo la necesaria unidad de acción frente a una deriva autoritaria que amenaza con dejarnos sin capacidad de reacción mientras nos conduce al abismo.
En Cahiers pour une moral, Sartre define la ética como la asunción de las estructuras ontológicas que nos constituyen, que incluyen la libertad, la contingencia, la fragilidad y la finitud. En esta radical decisión se encuentra la base de la solidaridad, que consiste en ayudarnos en la satisfacción de las necesidades ciudadanas, sobre todo de los más desfavorecidos. En este sentido, la izquierda está allanando el camino a un neoliberalismo que se expande sin resistencia.