con el asesinato ayer en Laudio de Amagoia Elezkano a manos de su pareja, el primero de este año en Euskadi, vuelve a emerger el dramático vértice del iceberg de la violencia machista. El consejero vasco de Políticas Sociales, Juan Mari Aburto, acierta en el diagnóstico cuando afirmaba poco después de este crimen que "algo está fallando" para que los ingentes esfuerzos que se llevan a cabo en las últimas décadas desde la Administración y desde el propio tejido social no puedan evitar que una mujer sea asesinada por el hombre que decía ser su compañero y reconocía que todas las medidas preventivas "no terminen de surtir los efectos deseados". Se trata, sin duda, de una afirmación difícil de rebatir que evidencia lo imbricado que se encuentra la violencia de género en la sociedad, lo arraigado de las conductas machistas y la compleja tarea que aún queda por delante para erradicarlo. Siendo ésta una labor muy compleja, uno de los elementos sustanciales que explica -que no justifica- lo que hay detrás de estos crímenes es la proyección de las mujeres como ciudadanas de segunda, personas supeditadas a los deseos e intereses de otros, cuya voz y voluntad se perciben como prescindibles y secundarias. La violencia contra las mujeres, las agresiones y el maltrato son la punta del iceberg de un problema mucho más profundo y que resulta perceptible a nada que se ponga atención en la imagen que se proyecta de las mujeres en los medios y la publicidad, en las relaciones laborales jerarquizadas en función del sexo que todavía perduran, en la escasa presencia de las mujeres en ámbitos de autoridad y decisión y en la profunda segmentación de tareas y funciones que aún se produce en la sociedad. Es un recurso demasiado fácil proyectar sobre el sistema educativo la titánica tarea de construir nuevos modelos de comportamiento y de roles si la propia sociedad no es capaz de reflexionar sobre sus propios comportamientos y la transmisión de valores que está llevando a cabo, a menudo de forma inconsciente. Los esfuerzos de la Administración para atender, proteger y escoltar a las miles de mujeres amenazadas representan una garantía, pero el cambio real va mucho más allá de lo que dictan las leyes y las normas. De ahí la complejidad de la tarea.