si algún ámbito de la esfera pública necesita de consenso para que todo cambio sea un avance, éste debe ser la educación, el pilar con el que se construye el futuro y la palanca que debería sustentar un nuevo modelo socioeconómico en parámetros distintos al que derivó en la actual crisis económica. No es el caso del proyecto de Ley de Mejora de la Calidad Educativa (Lomce) aprobado el viernes por el Consejo de Ministros y que posiblemente se acabará enfrentando a varios recursos ante el Tribunal Constitucional -Euskadi, Cataluña, IU o el PSOE han avanzado ya esta posibilidad- tras su segura aprobación en el Congreso por rodillo de la mayoría absoluta del PP. Cierto es que ésta es la séptima reforma educativa de la democracia y que algunas de sus antecesoras también fueron polémicas, fundamentalmente porque adolecieron de esa misma falta de consenso, un auténtico borrón en la historia política española. Pero el proyecto de José Ignacio Wert ha conseguido reunir en un solo texto las trazas más evidentes de adoctrinamiento, ideologización, ruptura con la igualdad de oportunidades y recentralización. Una prueba de la regresión que supone este proyecto es la inusual amplitud y unanimidad de los colectivos que han participado en las protestas contra la ley, desde los niveles de educación primaria hasta la universidad. La reforma presenta artimañas tan impensables en un Estado laico como que la asignatura de Religión compute para las medias académicas y para el acceso a becas o que la ley ampare a los centros escolares que separan a los alumnos por sexo. Recupera también las reválidas, que pueden ser una sutil manera de resignarse al descuelgue educativo de alumnos con mayores dificultades de aprendizaje y con menos recursos económicos. O medidas claramente pensadas para horadar las competencias educativas de las autonomías, con especial intención en Cataluña, previendo que el Estado se haga cargo de las matrículas en centros privados de alumnos que no hayan podido acceder en la red pública a la enseñanza en castellano. Lo de "españolizar a los niños catalanes" no fue un desliz lingüístico del ministro, la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, lo apostilló hace unos días hablando de enseñar a los alumnos "a querer a su país".
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