en 1970, por cada anciano había en Euskadi cuatro niños. Hoy, por cada niño hay tres ancianos. Como sobran abuelos para cuidar a los escasos niños en horario laboral pero extraescolar, ahora se les califica y clasifica, más que nunca, en las categorías de dependientes y clases pasivas. En el lenguaje económico es un lugar común hablar de personas dependientes para referirse no a los que atienden los mostradores en tiendas y mercados, sino a las personas que no producen valor añadido y por tanto consumen, viven de lo que producen otros, los activos, y más en concreto los ocupados.
El capitalismo realmente existente en nuestro país sigue una estrategia bastante exitosa de culpabilizar a las víctimas. Así convencen a los parados de que si no encuentran empleo es porque están poco formados o porque no siguen las estrategias adecuadas para encontrar un empleo, procurando que no se noten mucho el millón y medio de licenciados universitarios en paro (casi 60.000 en Euskadi). O porque quieren cobrar un salario suficiente para vivir, pero demasiado elevado para quienes quieren obtener ganancias contratándolos (en las crisis, los salarios siempre son, por definición de los poderosos y sus sicofantes mediáticos y académicos, demasiado elevados).
A las familias estafadas por unos bancos que les dijeron que sus casas valían el triple de su valor real y que se encuentran pagando unas hipotecas que les tienen entrampados por 30 ó 50 años, abonando al final tres o cuatro veces el valor real de sus viviendas, se les acusa de haber consentido la especulación inmobiliaria y haber participado en ella.
A los inmigrantes, que vinieron a realizar un trabajo que les ofrecían los empresarios de la construcción, la agricultura o la hostelería, cuando lo pierden o no lo encuentran se les acusa de consumir demasiados recursos públicos y se les retira el derecho a tener una tarjeta sanitaria, ocultando que los inmigrantes con trabajo están financiando con sus impuestos esos servicios públicos por encima del uso que realizan de los mismos.
Los ancianos no se libran de esta teoría de las víctimas culpables. De hecho, se encuentran en estos momentos en el centro de las reformas estructurales que se imponen desde la Unión Europea. Con esa aséptica denominación, inventada por el FMI y el Banco Mundial, se quiere ocultar el objetivo de destruir las redes de solidaridad universales para sustituirlas por negocios de mercado y sistemas de beneficencia para los más pobres.
Empezaron -y todavía no han acabado- con la sanidad. Los viejos consumen muchos medicamentos, dicen, porque no los tienen que pagar. Ocultan que los jubilados financiaron con sus impuestos el sistema de salud cuando hacían un uso restringido del mismo. El consumo que realizan ahora es muy inferior a su contribución previa. Se imponen, sin embargo, fórmulas de repago y se excluyen de la oferta medicamentos de bajo coste pero que contribuyen a mejorar mucho las condiciones de vida de la población de más edad, para que los tengan que pagar íntegramente de su bolsillo.
Y el siguiente paso es atacar directamente a ese bolsillo que depende de las pensiones. Se realizan proyecciones demográficas y financieras que concluyen que la sostenibilidad depende de que los jubilados cobren pensiones más reducidas durante menos tiempo. Se alega que la población vive más años para promover un aumento de la edad de jubilación, ocultando que a partir de los 65 años la mayoría de la población sólo vive unos tres años en condiciones de buena salud; se trata por tanto de exprimir el limón del trabajo hasta que no le quede jugo, acabar con la perspectiva de disfrutar de la jubilación, porque sólo los deteriorados por accidente o por edad podrán dejar de trabajar.
Se oculta que el importe de las pensiones no depende de la relación entre ocupados y jubilados, sino de la decisión política de que parte de la riqueza social se quiere distribuir a los ancianos. Si la sociedad decide que hay que mejorar las pensiones, se puede hacer transfiriendo mediante impuestos y cotizaciones un porcentaje mayor del valor añadido a los pensionistas. Pero la decisión que ha tomado por nosotros la oligarquía que gobierna es que hay que transferirles menos riqueza a los jubilados. Ni siquiera se han tomado la molestia de decirnos a quién han decidido que hay que entregarle la renta que se quiere reducir de las pensiones, aunque sospechamos que no será a los parados, a los inmigrantes o a los niños.
Si la enorme, increíble o criminal cifra de desempleados no se ha traducido en una catástrofe humanitaria es precisamente por la capacidad de solidaridad intrafamiliar que promueven los ancianos, mucho más eficaz que las actuaciones públicas o privadas.
Aunque las pensiones en riesgo no son las de los actuales pensionistas, sino las de quienes aspiren a jubilarse en el futuro, la cuota de sufrimiento y deterioro emocional que viven los ancianos es más que proporcional al que les corresponde, pues cargan también con el dolor de sus descendientes que no tienen esperanzas de una vida mejor, sino todo lo contrario.
Pero es que, además, la participación de los jubilados y ancianos en la vida social es mucho más comprometida que la de las generaciones más jóvenes. Su tiempo libre se dedica en mayor proporción que el de las generaciones más jóvenes a la creación de valor social. No es ya solamente el cuidado de los nietos, es también su mayor implicación en el voluntariado y en las movilizaciones ciudadanas. En las movilizaciones sociales, sindicales, urbanas o ciudadanas la presencia de mayores es casi siempre más activa que la de jóvenes. Es en los ancianos donde está viva todavía la memoria de lo que significa aspirar a una sociedad más justa y con mejor calidad de vida, una esperanza sin cuya presencia la calidad democrática se degrada rápidamente porque se refuerza la unilateralidad del poder y la fuerza.
La voz de los ancianos, cuando se oye, es sobre todo la reivindicación del respeto. Necesitamos que se oiga clara y fuerte, para que en esta sociedad tan vapuleada sea creíble y viable el futuro.