hace ya un par de años, Miguel -un agricultor jienense- me comentaba los problemas sociales e incluso familiares que les había planteado a amigos y familiares suyos la vuelta al pueblo con motivo de la crisis del ladrillo y del turismo en la costa mediterránea. Los que volvían de la costa al interior empujados por el paro no alcanzaban a comprender que sus antiguos convecinos no les recibiesen con los brazos abiertos y les acogiesen como peones en sus explotaciones mientras, prudentemente, optaban por continuar con sus peones latinos y magrebíes, que les habían sacado las castañas del fuego cuando ellos huían a adorar el becerro de oro que campaba por la costa andaluza.
Miguel fue uno de los pocos jóvenes que se quedó en el pueblo al frente de una explotación agraria y vio cómo los emigrantes se reían de él por no aprovecharse del éxito rápido que le esperaba en la franja costera como peón o camarero. Ahora, unos cuantos años después, veía cómo estos emigrantes volvían al pueblo, a su redil natural, añorando, por las circunstancias del momento, la tranquilidad del pueblo y la seguridad laboral y económica de los pocos agricultores que se habían mantenido al frente de las explotaciones familiares que ellos mismos habían despreciado.
En Euskadi quizás no hayamos llegado a estas situaciones, pero no es menos cierto que en estas últimas décadas, cientos de jóvenes han huido del caserío familiar para refugiarse en otros negocios o empresas donde la calidad de vida y el alto y rápido rendimiento económico les convencían de que su futuro se hallaba fuera de las lindes de su explotación agraria familiar.
En esta tesitura, la semana pasada conocíamos los últimos datos de desempleo de la EPA, según los cuales el paro en Euskadi alcanza a 164.000 personas y la tasa sube hasta el 16,82% de la población activa. Y estos datos me facilitan la comprensión de un fenómeno, minoritario pero creciente, nuevo pero ilusionante, como es la vuelta al agro de jóvenes que hasta ahora no habían pensado en la agricultura y ganadería como opción de futuro.
Jóvenes cuya empresa se ha cerrado o que se encuentran inmersos en un interminable y agonizante ERE han calibrado la opción de dedicarse a la actividad agraria. Algunos son gente sin ninguna relación con el campo y que se acercan en muchos casos con una idea tan romántica e idílica como falsa de la dura actividad agraria. Pero en la mayoría de los casos son jóvenes que provienen del caserío, que tras finalizar los estudios se integraron en talleres, fábricas o en la construcción, aunque seguían viviendo o vinculados estrechamente con el caserío de sus padres.
Son sus padres los que han mantenido las puertas del caserío abiertas. Los que han aguantado el tipo gobernando el ganado y cultivando las tierras y, aunque la actividad decrece de forma paralela a su edad, no han llegado al abandono total de la explotación. Y es esta actividad, por mínima que sea, la que posibilita que sus hijo, ahora forzados por la dureza del paro, vean que su futuro puede estar en el campo y que su precaria economía puede verse aliviada por la actividad que hasta ahora trataban al menos con indiferencia.
Los jóvenes de caserío son buenos conocedores de la dura vida que les espera, que la economía en el agro fluye muy lentamente y que el poco dinero que ahorren será porque no tienen tiempo para gastarlo y no por lo mucho que ganen. No se harán ricos y vivirán con austeridad, pero gracias al caserío que han mantenido activo sus padres podrán vivir con dignidad y esto, en los tiempos que corren, no es poco.