fue frase del poeta García Lorca al inaugurar la primera biblioteca pública de Granada en 1931. Añadió que sentía más lástima por un hambriento de cultura que por uno de pan, considerando ambos extremos con dolor, pues arguyó que el hambre se puede saciar con medio pan, mas una persona con apetencia de conocimiento no obtendrá nunca libros suficientes para calmarse, excepto si dispone de una biblioteca pública generosa en sus dotaciones bibliográficas sin censura al pensamiento universal.

Presenciamos una revolución de la palabra impresa. La primera en la historia y que marcó el principio del proceso que nos separa de la prehistoria fueron las tabletas de arcilla de Mesopotamia; llegarán después alfabetos como el fenicio, la numerología árabe y se mutaron los materiales que de la arcilla, caña, bambú, seda o papiro derivaron al pergamino, documentos acumulados en los depósitos de la Biblioteca de Alejandría. Con la ayuda del papel y la tinta, devenidos de Oriente, sucede la invención de la imprenta por Gutemberg, de la que acertadamente aseveró era un ejército de 26 soldados de plomo con los que se podía conquistar el mundo.

Se pensó que la divulgación abaratada del saber iba a despertar a la masa analfabeta de su letargo, que la sabiduría aposentada en los viejos manuscritos iba a ser difundida de modo libre. Se soñó -en ello hicieron hincapié los voceros de la Ilustración- en un conocimiento que procuraría felicidad por los conocimientos adquiridos, bienestar por acceder a la madurez intelectual y herramientas necesarias para la protesta por sus adversas condiciones sociales, económicas o políticas. Nacieron los periódicos y otras manifestaciones de divulgación. Y los movimientos fascistas y otros extremos radicales hicieron y siguen haciendo allá donde broten, a mas de encarcelar y fusilar, piras con los libros. Queman al adversario inmediato.

Con la revolución digital, algunos anuncian la muerte del libro impreso, pues el atajo al conocimiento parece ser infinito en las redes. Sabemos del tiempo, de las noticias últimas, encontramos la poesía secular y actual, los libros de épocas pasadas, los que se escriben hoy, la música o el arte ampliado hasta el infinito. Quizá hoy Lorca diría "media barra de pan y un computador".

Lo que no ha variado a lo largo de los tiempos es el modo de escribir un artículo, una crónica, un ensayo, un libro o maquetar un periódico para producir interés. Escribir es un proceso que parte de una idea inicial y solitaria de interrogación, indignación y reclamo que exige documentación exhaustiva, despeje de los datos acumulados o conformación del criterio. Sigue otra faceta de la tarea intelectual de materializar el mensaje en palabras, logrando que sea el preciso para convencer, motivar y, en ciertos casos, emocionar. Es un juego matemático de palabras y pensamiento, donde el autor camina en equilibrio precario. La actividad última es la publicación, digital o impresa. La labor de la bibliotecas públicas es ofrecer al lector esos estímulos totales para introducirlo en el foro de coloquio y polémica que surge entre el autor y su lector.

Si García Lorca exigía en su brillante discurso libros para culturizar la República que inauguraba y cuya muerte fue la suya propia, en tiempos de crisis y con la juventud en paro -uno de los dramas más lacerantes que padecemos junto a los desahucios- las bibliotecas deberían colmar ese espacio de tiempo muerto. Habrá usuarios que recurran al libro, al periódico impreso y a la red digital, quienes se sumerjan en Wikipedia, culminación del sueño de D'Alembert y Diderot y su enciclopedia que tanto bien hizo a la humanidad, y quienes escuchen música o divaguen por los espacios cibernéticos. La cultura debe ser un bien cuidado con más mimo que tantas otras cosas. Decía Steinbeck que por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo. Cierto es también que por los vacíos de la estanterías puede medirse el grado de preocupación de quienes gobiernan por el futuro ciudadano.