la decadencia de Juan Carlos y su familia ha abierto un debate sobre la conveniencia de mantener la monarquía como modelo en el próximo tiempo, que se aventura próximo. Ha empezado la defensa y la propaganda de Felipe, inmerso en una intensa y larga campaña que bien podría entenderse como electoral plagada de actos institucionales y sociales, que lo mismo asiste a funerales de Estado, que elogia a los jueces al día siguiente de ser imputada su hermana Cristina, que aparenta apoyar la industria vasca, que inaugura lavanderías en Vitoria. A la luz de las cacerías en Botswana, los affaires con Corinna y las corruptelas de Urdangarin, muchos han visto una puerta abierta al cambio de régimen. Y se equivocan. La discusión no puede entablarse en estos términos porque, si fuera por chorizos, aprovechados o inútiles, quizá lo más conveniente sería no ceder el mando a nadie y apostar decididamente por la anarquía. Y eso tampoco funciona, asumámoslo aunque nos duela. Lo que está en entredicho ahora no es si hay que elegir entre Monarquía o República sino si la Justicia funciona y es útil para protegernos de tanto ladrón. En Francia, la mayoría de los últimos Jefes de Estado y presidentes han sido acusados, juzgados e incluso condenados por sus desmanes. Y, aún así, pocos discuten el sistema. Para reivindicar la República hay que profundizar en los anacronismos y sinsentidos de un puesto vitalicio y hereditario otorgado bien sea por Dios o por el caudillo. ¿O pediremos volver a los reyes cuando el próximo presidente meta la mano en el puchero?