se respira aire fresco en la Iglesia Universal. La elección del Papa Francisco ha suscitado alegría y esperanza. No sólo en el interior de la Iglesia. Me ha resultado sorprendente comprobar que, con unos cuantos gestos de humildad, sencillez, naturalidad y respeto ha conquistado los corazones de tanta gente y ha suscitado esperanza dentro y fuera de la Iglesia. Se habla de él con entusiasmo en círculos cristianos o en sociedades gastronómicas. Soy también consciente de que no ha todos les ha gustado esta sorpresa. Algunos acaso esperaban más continuismo y menos novedad y otros, quizá, no pueden soportar que la Iglesia cambie de verdad. Lo ocurrido con el Papa Francisco sólo se explica desde el ansia de autenticidad que se respira social y eclesialmente.
La coherencia interna reclama de nosotros vivir en la verdad. ¿Dónde está la autenticidad? ¿Cuáles son sus signos? Estamos atravesando una época de transición -algunos hablan de un cambio de época- que reclama de nosotros autenticidad, responsabilidad y coherencia, a nivel social y eclesial. Hay mucha gente hastiada y decepcionada de la mediocridad, hipocresía, manipulación y mentira de los políticos, de los dueños del dinero y de los eclesiásticos que crean mundos virtuales, aparentemente verdaderos, que en realidad ocultan una radical mentira. Pero a la gente siempre le queda la posibilidad de no creerse esas mentiras, desvincularse afectiva y efectivamente de las instituciones -sean religiosas o civiles- e instalarse en el escepticismo y la decepción. Existe ansia y necesidad de autenticidad y verdad y cuando se vislumbran sus señales cargamos la pilas y comenzamos a respirar con una nueva expectativa, alegría y esperanza. Queremos aire fresco y sano.
Hoy se busca autenticidad en la vida espiritual y en la vida cristiana, en la vida política, económica y laboral, en las relaciones personales y la vida familiar. Me fijo en el Papa Francisco, reflejo de lo auténtico a ojos de cantidad de personas, lo cual no sucede con muchos miembros de la Jerarquía eclesiástica que, si somos sinceros, hemos de reconocer el desprestigio y el descrédito que les acompaña.
¿Por qué este cambio? En primer lugar por su modo de presentarse a la Iglesia y al mundo: sencillo, humilde, natural y cercano. La máxima autoridad de la Iglesia se muestra sin imponerse, respetuoso, pidiendo una oración, sin parafernalias. Ello ha provocado inmediatamente una reacción de adhesión y sintonía por parte del pueblo de Dios. La adhesión, en un mundo adulto y libre, ni se regala ni se puede imponer. Sólo quienes tienen verdadera autoridad personal la conquistan sin dificultad. Qué extraordinaria definición del poder del Papa, consistente en servir y ser custodio de todos.
La autenticidad en la espiritualidad consiste en reorientar la vida hacia Dios y situarnos en el corazón de la fe y del Evangelio. No consiste en volver hacia atrás, recuperando devociones de épocas pasadas o teologías obsoletas para nuestra cultura. Da la impresión de que algunos se empeñan en encerrar la vida cristiana en moldes y parámetros rancios y anacrónicos.
El Papa Francisco ha propuesto con su nombre a toda la Iglesia la figura de San Francisco de Asís. Es todo un programa de futuro. No se trata de imitar a San Francisco, sino de tomar como referencia lo que él hizo y han de hacer todas las generaciones de la Iglesia, en particular en épocas de cambios radicales: volver no a devociones, sino al Evangelio de Jesús sine glossa y subrayar de modo práctico una identidad evangélica de simplicidad y pobreza. Es lo que los grandes santos y santas han hecho en épocas de transición. La renovación y los caminos nuevos nacen del corazón de la fe.
Hay muchos que han visto en el Papa Francisco una nueva fuerza de renovación en la Iglesia y han recuperado la esperanza y la alegría. Se vuelven a escuchar las palabras de Cristo a Francisco de Asís: "renueva mi Iglesia". También en nuestra época, para que la Iglesia sea en verdad la Iglesia de Jesús, necesita renovarse. Creo que la sociedad y la cultura de hoy no esperan ni reclaman de nosotros que cambiemos el mundo. Entre otras cosas porque lo hemos de hacer entre todos, creyentes y no creyentes, hombres y mujeres de buena voluntad. Lo que nuestro tiempo y nuestra cultura piden es que seamos auténticos, sin aditamentos extraños. Y la autenticidad no está en el poder dominador ni en la posesión exclusiva de la verdad. Lo que da autenticidad y originalidad al poder es el servicio humilde al hombre y a la mujer.
La autenticidad no está en la doctrina. Lo que da autenticidad a las enseñanzas es la coherencia con las que son vividas y su capacidad y potencialidad de sentido hoy. Por ello la autenticidad no consiste en vivir a la defensiva o al ataque, combatiendo lo que se considera un error. Lo que da autenticidad a la propia identidad es la libertad con la que es vivida y la escucha y acogida de quienes piensan diferente. La autenticidad está en el diálogo.
La autenticidad no reside en la Iglesia. Lo que da autenticidad a la Iglesia es su fidelidad al Evangelio de Jesús, la raíz de la vida cristiana. La autenticidad no se halla en unos ritos perfectos pero esclerotizados, costumbres y celebraciones, vestimentas y signos exteriores, sino en la práctica diaria del amor y el trabajo por un mundo más fraterno y justo. La autenticidad no consiste en una obediencia sumisa ni en una rebeldía sistemática dentro de la vida eclesial y social, sino en el diálogo, la escucha mutua, el discernimiento comunitario y el respeto mutuo.
Mirando las actitudes y palabras de Jesús, sus gestos y comportamientos, descubrimos los rostros de la autenticidad. Ojalá nuestros rostros reflejen el Suyo. Ojalá el Papa Francisco nos enseñe a hacerlo así.