alo largo de estas últimas décadas se ha ido reforzando el peso de la involución en las estructuras eclesiásticas. En lo doctrinal, ha sido la época de Joseph Ratzinger quien, primero como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y luego como Benedicto XVI, marginó a teólogos que habían comenzado a fecundar en la fértil tierra del concilio Vaticano II. Su antecesor Juan Pablo II orientó todo el aparato curial y jerárquico en una línea afín a movimientos conservadores. Los triunfales viajes papales sirvieron para dar brillo a la figura del Papa en baños de masas cuya estela desaparecía en el mar de las injusticias mundiales y se ocultaba en la creciente secularización. Sus encíclicas sociales han tratado aportar respuestas a los graves problemas sociales con la llamada nueva evangelización.
El hoy Papa emérito terminó reconociendo su falta de vigor ante los desafíos y su renuncia supuso una inesperada ruptura de la inercia secular de un papado vitalicio. Esta sorprendente decisión, por otra parte humanamente normal en su delicada situación personal, deja pendiente la pregunta de si aquel decidido gesto humilde y valeroso implicaba también la renuncia a su línea conservadora y a su estilo de gobernar la Iglesia desde la dominantes estructuras curiales.
El último informe del llamado Vatileaks parece apuntar a la urgente necesidad de un cambio, ¿pero hasta dónde? ¿Estamos con Francisco en la antesala de una transición auténtica hacia la renovación abierta y plena del Vaticano II promoviendo "respuestas eficaces para anunciar la liberación de millones de seres humanos", como pidió Pablo VI?
Los primeros signos del Papa argentino parecen apuntar en esa dirección por sus formas de cercanía al pueblo, por su deseo reiterado de una Iglesia de los pobres propuesta por Juan XXIII, por su acercamiento "al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado", como subrayó en la ceremonia del inicio de su ministerio papal.
Los interrogantes comienzan cuando se trata de saber cómo impulsará el compromiso de la Iglesia a favor de los necesitados y marginados por tantas injusticias. Cabe el camino de reforzar el asistencialismo eclesiástico para atender con preferencia al mundo de los marginados, una forma de caridad que no alterará el modelo de Iglesia anterior. Pero si se trata de afrontar las causas de la pobreza, denunciarlas y abrir caminos a un sistema alternativo, el desafío adquiere importantes connotaciones económicas, políticas, ecológicas y eclesiales, con un avance cualitativo en la doctrina social de la Iglesia.
No hay que olvidar que este Papa procede de una región geopolítica donde el socialismo emergente está abriendo nuevas posibilidades y horizontes de justicia e igualdad. Pero en su elección tuvo importante influencia el electorado norteamericano y su designación ha sido bien vista por la esfera política de EEUU. Por otra parte, su pensamiento teológico no parece inclinarse hacia apoyos a procesos liberadores; de hecho, la teología de la liberación no fue una opción del cardenal Bergoglio, que siguió las posiciones de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Unido a este aspecto, aunque con otro significado, rotundos desmentidos vaticanos y personas relevantes como el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel han defendido su conducta durante la dictadura militar argentina, haciendo constar sin embargo su falta de audacia ante las atrocidades de aquel régimen. Sea cual sea su responsabilidad histórica, hará probablemente falta un gesto profético de denuncia y petición de perdón, ya que una parte de la Iglesia argentina estuvo involucrada en aquellos trágicos acontecimientos. Tal vez este reconocimiento animaría a responsables jerárquicos de la Iglesia española a pedir perdón por el apoyo directo y bendiciones a la cruzada franquista y su cruel represión.
En todas estas decisiones de amplio alcance va a tener un peso específico la influencia del aparato curial. Benedicto XVI no logró -¿lo intentó?- desmontar esas caducas estructuras. Dejó a su sucesor la difícil tarea de tomar decisiones determinantes ante informes secretos rigurosamente reservados. Sus decisiones y nombramientos en este organismo serán indicador significativo de un cambio en profundidad hacia un modelo de Iglesia pueblo de Dios, como lo propuso el Vaticano II.
Ante tan exigentes desafíos y retos, estamos ciertamente ante la posibilidad -y también esperanza- de transición hacia una nueva época eclesial que necesitará tiempo, audacia, paciencia y, sobre todo, fidelidad a los signos de los tiempos de los pobres en un mundo en transformación. Esta renovación que supere tan largos años de involución no podrá ser realizada por este Papa, dada su edad, con toda la amplitud requerida. Además, no se trata tan sólo del cambio de una persona, por muy relevante que sea su función, sino de una mentalidad involucionista ampliamente extendida y sustentada por influyentes movimientos neoconservadores en la Iglesia. Las resistencias van a ser importantes y pondrán a prueba el vigor y el coraje de Francisco.
Varios conocidos teólogos, sospechosos y censurados por el Vaticano estos últimos años -Leonardo Boff, Jon Sobrino, Hans Küng o Juan José Tamayo- han expresado su deseo y esperanza de un nuevo rumbo en una Iglesia plural, abierta y comunicativa liderada por este Papa, quien ha anunciado su decidido compromiso con el Pueblo de Dios de los pobres.
Pero ante todo es el pueblo sencillo el que confía y desea realizar una Iglesia de los pobres, voz de los sin voz, comprometida en la liberación de la humanidad, donde late también el Espíritu, como base y motivación para anunciar la liberación a los más necesitados, a los cautivos, a los oprimidos.