una luminosa mañana de septiembre, cuando todavía existía la lira italiana, me dirigí a comprar sellos en las afueras de Florencia. Había ganado una beca de investigación para hacer el doctorado en un prestigioso centro universitario, era joven y el fin del verano mediterráneo lucía maravilloso. Tras un par de días en Italia, y ya instalado en el paraíso, quise mandar a casa señales de mi felicidad. En aquellos tiempos no había móviles y las llamadas internacionales implicaban el uso de fichas y el manejo de cabinas telefónicas, una empresa a menudo complicada. Me pareció que una postal con vistas desde la ciudad de los Medici podía transmitir mejor lo que sentía y acercar una imagen más nítida de lo que me rodeaba. Me explicaron que en Italia no había estancos y que los sellos se vendían en bares autorizados. Me atendió un señor muy amable a quien solicité un francobolo (el exótico término italiano de sello). Como nuestro país no figura en la lista de correos, le dije que el destino era España. Me sonrió y me pidió una cantidad que consideré completamente exagerada. Me pidió 2.000 liras (al cambio de entonces, unos 80 céntimos de euro, cuando en los estancos no superaba los 40). Le dirigí muy serio una mirada atlántica y le contesté a la manera de un órdago vasco: "Inpossibile!". Sin alterar el gesto, me redujo el precio a la mitad. Deduje inmediatamente que había llegado a un sitio donde hasta los sellos carecían de precio fijo.
La experiencia de esa excursión filatélica me sirvió para orientarme desde el principio en el laberinto italiano. Para muchos colegas europeos provenientes del frío -holandeses, alemanes, ingleses o daneses- Italia nunca dejó de ser un lugar maravilloso y extraño que los dejaba perplejos y sin capacidad para discernir si estaban tomándoles el pelo o sus interlocutores locales hablaban en serio. Aún hoy, para alguien como la signora Merkel, entonces todavía ciudadana de la DDR, perderse en las calles de una vieja ciudad como Marsella, Atenas o Agrigento puede resultar una experiencia desestabilizadora, capaz de provocar que el viaje de vuelta sea forzosamente a bordo de un avión medicalizado.
Pasé en Italia tres de los mejores años de mi vida y guardo un recuerdo espléndido de su inmensa belleza y del calor de sus gentes. Pero la historia italiana no ha sido un camino de rosas. Después de los años de la dolce vita que sucedieron a un largo periodo de postguerra lleno de hambre y emigración, llegaron los años de plomo del terrorismo y los sucesivos gobiernos de pentapartito en perpetua crisis y que por término medio apenas alcanzaban un año de duración. A principios de los 90, las investigaciones judiciales sobre la corrupción provocaron el final del sistema de hegemonía democristiana y la irrupción del berlusconismo. Veinte años después, el espectáculo de su agonía se va a prolongar más allá de estas últimas elecciones. La ingobernabilidad -tradicional característica italiana- volverá a orientar el futuro de la península transalpina.
Contaba un antiguo embajador de EEUU en Italia que tras una enésima crisis de gobierno como consecuencia del último escándalo de corrupción fue llamado a capítulo desde Washington y se le sugirió que solicitara de inmediato una audiencia con el primer ministro italiano. Éste le recibió muy atento y escuchó el discurso del embajador sobre la necesidad de reformas y cambios. Giulio Andreotti esperó a que terminara y entonces le dijo: "Embajador, gobernar Italia no sólo es imposible; es inútil".
Para los extranjeros, la cultura política italiana es un enigma. Asemeja la representación desmesurada de una interminable opera bufa, una comedia insustancial en un escenario de máscaras y espejos o una farsa disparatada cuyo desenlace resulta inverosímil. La política se presenta a menudo como un enredo en torno a una situación "desesperada pero no seria" -en términos fellinianos- y cuando parece que la embarcación ha embarrancado sin esperanza, "la nave va" y continúa su singladura sin rumbo aparente en una travesía interminable. Todos saben que las estadísticas son falsas, que la economía sumergida es gigantesca y que la mafia y el Vaticano son poderes fuertes que deciden a la sombra de la democracia. También que esto no puede continuar y que no da más de sí. Y sin embargo se mueve. Aunque tal vez no va hacia adelante ni tampoco hacia atrás, sino que, como una nave varada en el puerto de la historia, sube y baja con la marea.
Para sorpresa de algunos, el declive del berlusconismo es moderado y a pesar de la corrupción aún mantiene el apoyo de casi el 30% del electorado. El aumento del centro-izquierda, ligeramente superior a otro 30%, resulta insuficiente para garantizar una mayoría estable, y el escaso 10% del centro católico agrupado en torno a Mario Monti ha resultado una decepción. El triunfador es el Movimiento 5 Estrellas liderado por el cómico Beppe Grillo, que alcanza un 25% de los votos en su primera comparecencia a unas elecciones estatales. En resumen, tutto sommato: inestabilidad, más espectáculo político, más circo mediático.
Los enormes privilegios de la casta política consentidos en tiempos de vino y rosas, con la crisis se hallan sometidos al acoso popular. La gente humilde, una mayoría, está siendo arrastrada masivamente hacia la precariedad y la pobreza. El manejo del descontento que mayoritariamente se está expresando a través del Movimiento 5 Estrellas y la abstención es aún políticamente una incógnita. Privada de expectativas, la juventud italiana parece abocada de nuevo hacia la emigración. El clientelismo, el mundo de los favores y el saqueo de lo público siguen siendo una constante cultural que ahoga las aspiraciones y hace cautivos los sueños de honradez y libertad de muchos. Resulta difícil imaginar otra Italia más allá del cinismo y la incredulidad, la elegancia y la simpatía. El estilo made in Italy, el gusto por la moda y el diseño, el lujo y el refinamiento proponen una personalidad para algunos imbatible.
Con el berlusconismo, la Italia de Marcelo Mastroiani y Alberto Sordi, de Sofia Loren o Claudia Cardinale ha dado paso a otra más centrada en el negocio que en el arte, más calculadora que popular. Italia, en toda su fascinante complejidad, en sus tremendas desigualdades territoriales, se desliza hacia un meridiano de sol y sangre a la sombra de un inmenso patrimonio artístico y cultural que, como una herencia inabarcable, imposible de mantener, amenaza el presente y hace de la gestión del futuro una tarea imposible.