no pocos políticos de variadas perspectivas llaman jacobinas a las tendencias centralistas procedentes del PP, UPyD y otros sectores de la opinión pública, y jacobinismo a esa actitud. Hay que reconocer que el autogobierno, la autonomía constitucional y sus instituciones han servido, en no pocos casos, para encubrir una acción continuada de reparto de prebendas y puestos, para recrear el más puro estilo caciquil de premio a los leales de los partidos que tienen el mando en el territorio correspondiente. Eso es una cosa y otra diferente que el autogobierno sea algo negativo y costoso por sí mismo, nada eficaz y caro, como ya lo apuntaran los discursos del falangista José Antonio Primo de Rivera sobre los nacionalismos catalán y vasco. Pero a lo que vamos: llamar jacobinos a todos los centralistas es, además de inexacto, profundamente ignorante e injusto. ¿Qué tendrá que ver La Marsellesa con Franco y la Falange?

Efectivamente, después de la Revolución francesa de 1789, los jacobinos adoptaron posiciones centralizadoras a través de los clubes de ese ideario diseminados por toda Francia. Las circunstancias históricas, la guerra en el exterior con las fuerzas austriacas y prusianas que querían restaurar la monarquía y la confrontación bélica en el interior condujeron a los revolucionarios a unificar el máximo de voluntades en defensa de la República. La célebre voluntad general de Rousseau la interpretaban no como una suma de voluntades individuales, sino como la República una e indivisible. Veían así con gran hostilidad al federalismo de los girondinos y las viejas formas de la monarquía con sus Parlamentos regionales.

Si se examina la Historia, fueron razones sobre todo de índole militar las que condujeron a los jacobinos a adoptar medidas y concepciones centralistas. Ahora bien, los revolucionarios franceses se caracterizaron sobre todo por introducir en el primer plano de sus acciones la igualdad, la justicia social. Su primera preocupación y la primera ley a la que se subordinaban todas las demás era acabar con la pobreza, conseguir el bienestar material de una población que entonces padecía la miseria en cantidades insoportables.

Robespierre fue abogado en la ciudad de Arras. Varios de los casos que defendió lo retratan. Uno, el de los hijos ilegítimos, llamados bastardos en aquella época, para quienes pedía la plenitud de derechos y que se acabase con esa distinción inhumana entre los vástagos habidos dentro y fuera del matrimonio. Los jacobinos, precisamente, introdujeron la abolición de esa discriminación y revolucionaron todo el derecho de familia con el reconocimiento del divorcio por mutuo disenso. La derogación de la patria potestad masculina, las autorizaciones y tutela del marido sobre la mujer, la regulación de la indagación de la paternidad, etcétera. De manera que, como lo dijera un personaje estupendo, Camille Desmoulins, la autoridad de los hombres sobre las mujeres y de los padres sobre los hijos es propia de las tiranías.

Los jacobinos -aunque había de todo- no consiguieron unificarse para postular el sufragio universal de varones y hembras. En esto fueron más avanzados los girondinos con Olympia des Gouges a la cabeza de esa reivindicación. Pero se concedió la ciudadanía a los judíos o se opusieron a que los negros de las colonias francesas carecieran de plenos derechos civiles y políticos. Robespierre y los suyos no admitieron que se hicieran distingos en el derecho a votar por razón de la riqueza, con el rechazo de plano de los requisitos de un mínimo de posesiones para acceder a las urnas. La educación gratuita y laica -uno de los faros más luminosos de la República francesa hasta hoy día- y el bienestar social de los enfermos, los desempleados y los débiles fueron objetivos llenos de sentido para el jacobinismo.

Naturalmente, hay borrones y sombras en la actuación jacobina. El periodo conocido como el Terror fue definido magistralmente por Hegel como el momento en el que ser sospechoso se convierte en ser culpable. La Ley de Sospechosos dio lugar a verdaderas aberraciones jurídicas y humanas. La guillotina se utilizó tanto que acabó ella misma con las cabezas de Danton, Desmoulins y el mismísimo Robespierre. Fueron muchos miles de víctimas, demasiados, en no pocos casos absolutamente inocentes.

El terror y las sospechas terminan con los primeros triunfos militares de la República, cuando enemigos exteriores e interiores no suponen ya una amenaza y se pone fin a la paranoia colectiva con la pena de muerte como emblema. Se abusó de la misma, pero también se combatió la corrupción a gran escala en el nombre de las virtudes republicanas.

Leer los discursos de Robespierre y de Saint-Just, las ideas de Desmoulins, nos trae a la mente aspectos bien modernos. No la abolición de la propiedad privada (que algunos revolucionarios como Babeuf propusieron), pero sí la crítica al lujo y a la riqueza injusta, la defensa de la austeridad, siempre con el modelo de Esparta al fondo, entendida como una posesión frugal de cosas necesarias para vivir y nada más. Y una confianza enorme, a través de la educación, en la infancia y la juventud, que serán concebidos como seres completamente nuevos. Fueron ellos, los jacobinos, quienes introdujeron en sus programas escolares el ejercicio físico, la gimnasia, para niñas y niños.

Es sumamente estrecho reducir el grandioso ideario jurídico y político de los jacobinos a su manera militar de ver el mapa territorial. Para no faltar a lo que fueron en realidad, habría que recordar a Antonio Machado quien, conocedor de la historia y sumamente republicano, afirmaba que por su cuerpo siempre circulaban gotas de sangre jacobina. Y eso es usar bien, con exactitud, el idioma castellano.