esto de las guerras épicas es un lío. Si el reparto de papeles entre buenos y malos parece estar claro desde el inicio de la película, a medida que uno se adentra en ella se empiezan a desdibujar los absolutos y todo se llena de la policromía de los matices, condicionados por los claroscuros de los personajes, el lugar que le toca ocupar a cada uno, la perspectiva que adopte y hasta de quién y cómo escriba o venda al final la historia. El stablishment vitoriano prepara ya sus mejores galas y pomposidades -con dispendiosas partidas presupuestarias a cargo de los gobiernos del PP- para conmemorar el bicentenario de la Batalla de Vitoria y poner en un pedestal en honor al tal sir Arthur Wellesley, duque de Wellington. Pero entre las tropas revolucionarias que traían el estandarte de la liberté, égalité, fraternité, los ejércitos defensores del orden del absolutismo reaccionario, liberales de Godoy tocando los fueros a los vascos, carlistones de Santa Cruz desatados a la purga de herejes, ahogadas conspiraciones locales para que las provincias vascongadas se adhirieran a la República francesa y hasta historias de faldas de José Bonaparte en el palacio de Montehermoso, pocos gasteiztarras sabrían hoy explicar -más allá del mamotreto plantado en mitad de la plaza de la Virgen Blanca- de qué iba toda esta película ni qué demonios vamos a celebrar. No sabemos exactamente quiénes eran los buenos y los malos, ni tampoco qué pintaban los vitorianos en todo este lío. Solo que a Vitoria le tocó la buena o la mala suerte -todo depende de la perspectiva- de estar ahí.
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