la riqueza, que no es otra cosa que la capacidad de producir bienes y servicios útiles para satisfacer las necesidades humanas, depende de dos factores: el trabajo social y los instrumentos o máquinas utilizados para producir cosas útiles. El dinero no es sino la expresión monetaria de dicha riqueza y a los que poseen mucho se les denomina ricos porque su dinero les permite apropiarse de una parte grande de la riqueza de la sociedad.

Una parte del dinero, el que se genera con el crédito bancario, es expresión de la riqueza que se creará en el futuro, con el trabajo y los instrumentos de producción disponibles actualmente y los que se vayan produciendo durante la vigencia del crédito. Las deudas, por tanto, son compromisos de creación futura de riqueza social, que retornará a los banqueros en forma de amortización e intereses. Al poner en marcha nuevo trabajo y nuevos medios de producción, se da por descontado que el crédito beneficiará a toda la sociedad.

Durante los primeros años de este siglo, el aumento del crédito a las empresas y familias vascas se ha traducido en un aumento del trabajo social. Según el Eustat, la población con actividad laboral aumentó en 170.000 personas entre 1999 y 2008 -un 2% cada año- y la inversión productiva aumentaba un 8% al año. Pero, desde entonces, el número de personas ocupadas se ha reducido un 2% cada año, desapareciendo así 80.000 ocupados, a los que hay que añadir otras tantas personas que se han incorporado al mercado de trabajo y no encuentran empleo. Y la inversión productiva se ha desplomado, cayendo en el último lustro más de un 7% al año.

Sin nuevo trabajo y sin nuevo capital, la productividad se estanca. El escaso aumento de la productividad y la reducción del empleo tiene como resultado que la promesa de crear riqueza con la que pagar las deudas contraídas no se puede cumplir. Por el contrario, cada año hay menos recursos para repartir, también entre los acreedores.

Por eso, la política de ajuste es un auténtico fracaso, no solamente en España o el resto de países mediterráneos. El propio FMI augura que el volumen de la deuda seguirá creciendo los próximos años.

En Euskadi, las cuentas públicas reflejan una situación bastante complicada. Hasta el estallido de la crisis, nueve de cada diez euros de gasto se financiaban con impuestos; pero en los últimos años, los ingresos tributarios apenas cubren tres de cada cuatro euros de gasto. El Gobierno y las diputaciones han optado por mantener el gasto corriente y recortar fuertemente las inversiones y las transferencias al sector productivo. Un recorte que se viene a sumar a la fuerte caída de la inversión privada.

La población suele percibir con mayor preocupación los recortes en el gasto corriente, en particular el que afecta a los servicios públicos de educación, sanidad o atención a la dependencia. Sin embargo, lo que empobrece realmente a una sociedad es la reducción de su capacidad de generar riqueza en forma de bienes y servicios útiles. Ahora somos más pobres que hace cinco años no porque estemos más endeudados, sino porque tenemos menos gente ocupada.

A pesar de que así se haya establecido con la reciente reforma constitucional, la responsabilidad primera de los gobiernos no puede ser pagar las deudas sino garantizar la felicidad de la población. Tampoco estriba la exigencia primera del buen gobierno en canalizar una renta monetaria a quienes no disponen de otra fuente de ingresos. Tampoco tiene mucho sentido lamentarse de que en Eurolandia los gobiernos tampoco puedan fabricar dinero para resolver los problemas de liquidez coyunturales. A fin de cuentas, el dinero sólo representa riqueza real si es producida por medio del trabajo. Fabricar billetes sin aumentar la producción sólo genera una riqueza ficticia que tarde o temprano estalla en forma de crisis financiera o de inflación.

El dinero da la felicidad, pero no es la felicidad; la felicidad es tener las necesidades materiales y espirituales plenamente satisfechas. Y aquí radica el meollo de la función pública. Los gobiernos están llamados a resolver primero los obstáculos en el camino de la felicidad pública. Y en nuestra situación lo prioritario es resolver el enorme despilfarro del trabajo social, un problema económico mucho más grave que el endeudamiento público o privado, que lejos de ser causa de dicho despilfarro es la consecuencia, agravada por unas políticas que derivan el problema del desempleo al plano menos urgente de los problemas sociales.

A la hora de establecer el nivel de tributación más adecuado, las prioridades de gasto o el ritmo de endeudamiento sostenible, el criterio de referencia pasa por garantizar aquellas políticas que contribuyan mejor a que la sociedad pueda utilizar todo su potencial de trabajo. Sacrificar la inversión y el empleo para intentar mantener el gasto social mientras se cumple escrupulosamente con los acreedores bancarios es justamente el orden de prioridades inverso al requerido para salir del marasmo social y económico.

Pero para responder a este desafío, hace falta desinflar la masa del crédito. Esto no significa garantizar que se van a amortizar los créditos por parte de los deudores, sino desinflar las falsas expectativas de rentabilidad que se crearon en su momento los acreedores. Quitar a quienes fabrican dinero de crédito la posibilidad de financiar un tráfico de activos que generan aumentos de riqueza sólo aparentes porque no suponen la generación de nuevos bienes y servicios socialmente útiles. Una política de reforma financiera con vocación social, a años luz de la que ha llevado a la destrucción de las cajas y a la concentración bancaria en curso. Para unas administraciones que no tienen capacidad de decisión en esta materia, el desafío puede ser similar a intentar cuadrar el círculo.