DURANTE siglos hemos visto que libertad e igualdad parecían ser dos grandes Derechos Humanos que, llegados a su realización en la práctica, parecían contradictorios. Al menos lo parecía desde la perspectiva de buena parte del pensamiento liberal. Quizá el problema haya sido que las apuestas más internacionalistas por la igualdad nos han ofrecido soluciones extremadamente totalitarias (en torno al comunismo, que despreciaba la libertad individual en beneficio de la liberación grupal), mientras que la libertad ha sido exaltada por los otros sin darle la importancia que tiene la responsabilidad: una libertad irresponsable, sin límites éticos, fácilmente convertida en libertinaje e injusticia. Una receta que estamos padeciendo ahora en nuestras propias carnes.

Está por descubrir ante nuestra mirada obtusa que un Estado rico puede sufrir muchos y peores males sociales que otro menos desarrollado pero más equitativo en su distribución de recursos. Los países menos igualitarios pagan costes elevadísimos por la desigualdad que padecen, más allá de la marginación económica que sufren en forma de índices de delincuencia, corrupción, nivel de inseguridad y violencia, que acaba por afectar también a las clases más privilegiadas.

La manida prosperidad capitalista que en su avance mundial generará para todos un estado de dignidad y bienestar suficiente es una falacia, incluso sin tener en cuenta la recesión mundial. Como lo fue el modelo marxista-leninista que nos proponía una igualdad pero totalitaria y deshumanizada. Esto ha fracasado, dejando una estela de millones de muertos y pobreza, y aquello ahonda las desigualdades como elemento estructural que permite que cada vez sean menos los que amasen más poder económico globalizando las finanzas mientras logran desplazar los centros de decisión democrática a centros de poder supraestatales que controlan a su beneficio.

Dinero hay, el BCE puede controlar los mercados, topar la prima de riesgo de un país. Se puede flexibilizar la deuda, compartirla con el poder financiero causante del desaguisado económico, imponer impuestos a las transacciones especulativas en beneficio de la inversión para salir de la recesión. Se podría acabar con los paraísos fiscales y reducir el fraude fiscal de verdad, más allá de perseguir a los que viven de la nómina. Exigir un consumo responsable en clave de desarrollo sostenible en lugar de centrarlo todo en un crecimiento insostenible. Y tantas medidas más de reequilibrio financiero para reducir tanta miseria e injusticia.

Los desahucios son una chispa del problema que empieza a salpicar ya a muchos defensores de la desigualdad que empiezan a sentir la guadaña de las oportunidades mínimas para todos debajo de sus pies. ¿Queremos el modelo chino, mitad dictadura contra las libertades individuales y mitad capitalista beligerante contra la igualdad de Derechos Humanos y oportunidades de justicia social? ¿No existe otra posibilidad mejor, o se nos está evitando siquiera plantearla, a pesar de la recesión y el paro?

Las disfunciones y problemas que puede acarrear una igualdad solidaria exenta de adoctrinamiento comunista serían mínimas comparadas con los beneficios resultantes para una inmensa mayoría que padecemos la injusticia estructural que nos quiere igualar por abajo.

En este contexto, hay que denunciar, junto a la perversión de una incompatibilidad entre libertad e igualdad, la costumbre en quienes manejan la ciencia económica de evaluar los resultados de las políticas sociales en términos exclusivamente de ingresos y costes. Y así queda ocultado el análisis de cómo repercuten esas políticas sobre la ciudadanía afectada, los beneficios reales derivados que habrá que computar en el haber de alguna manera. O la desigualdad social y los efectos negativos que pueden solventarse o reducirse con un espíritu más igualitario y solidario mediante el ejercicio de la libertad dirigido a un bienestar más integral y colectivo. Los resultados de quienes estudian la realidad social nos cuentan que existen pruebas abrumadoras de que el fracaso escolar, la esperanza de vida, el nivel cultural o los índices de violencia doméstica dependen mucho más del grado real de igualdad de una sociedad que del nivel de riqueza general. Parece claro que las sociedades más opulentas crecen exponencialmente sus problemas sociales y las enfermedades psíquicas, la soledad y el desasosiego existencial que en aquellos países con mucho menor nivel cuantitativo de riqueza pero que han sabido desplegar una mayor igualdad, si han tenido la suerte de que ninguna multinacional gestione sus recursos.

No bendigo la pobreza, sino que propongo la solidaridad como la base de cualquier sistema que pretenda salir de este mundo desquiciado en el que unos pocos (menos del 20%) vivimos estresados e insatisfechos con los recursos que deberíamos compartir entre todos.

No es sólo un problema moral, a nada que observemos las consecuencias de esta conducta de hierro que no ha logrado un mundo mejor. En nuestros países consumistas e insolidarios estamos padeciendo una crisis estructural penalizada por la propia globalización de las finanzas que ahora se nos vuelve en contra agravada precisamente porque el único cesto creado es global. Y si nos vamos a la porra, pues efectivamente nos iremos todos juntos. Como el submarino de Gila, que de color está muy bien, pero no flota.