EUROPA -y en particular su espacio mediterráneo- presenta signos de poder estar entrando en un proceso de weimarización que amenaza el modelo de Estado social europeo. El deterioro y la falta de perspectivas para amplios sectores de la población en extensas áreas territoriales puede incluso conducir a poner en cuestión la democracia como fórmula política.
En Italia, el Parlamento y los partidos políticos ya han sido arrinconados y fueron sustituidos por un gobierno de tecnócratas. En Grecia, tras unas elecciones impuestas desde Bruselas, la clase política hace meses que no se atreve a pisar la calle. Mientras en España, en un ambiente cada vez más irrespirable, el hedor de la corrupción se extiende de manera imparable.
El descrédito de la política y la imposición de recetas económicas extra muri guarda paralelismo con lo acontecido durante la República de Weimar. Entonces, sobre Alemania se impusieron draconianas reparaciones que condujeron a un colapso económico que culminó con la destrucción de la democracia y el acceso al poder del totalitarismo nazi. A pesar de las enormes diferencias entre períodos, también la disipación de la socialdemocracia representa un dato común.
Casi un siglo después, es Alemania la que exige recortes, en esta ocasión a través de Bruselas y de Washington, sedes de la UE y del FMI. Sin embargo, es la alianza del capitalismo financiero y de las grandes corporaciones industriales con la dictadura comunista china la que está provocando la precarización y el desempleo en una escala que afecta ya a cantidades masivas de trabajadores europeos.
Mediante sucesivos golpes económicos, una derecha ideologicamente desbocada está cambiando en profundidad el marco social construido tras la II Guerra Mundial. Unos cuantos super-ricos -über-rich, como acuña The New York Times-, grandes beneficiarios de la globalización y detentadores de inmensas fortunas y capitales, gestores de bancos y fondos de inversión o propietarios de grandes empresas y corporaciones parecen querer configurar un nuevo estamento de poder a escala planetaria, evocando el mundo prerevolucionario de Maria Antonieta.
Actuando en nombre de la libertad (de mercado) y recurriendo a diversas fórmulas economicistas, los agentes del cambio y las reformas parecen querer terminar con los ideales de igualdad y fraternidad para convertir el mundo en una guerra de todos contra todos.
En apenas unas décadas, la acumulación de riqueza y las diferencias salariales han abierto un enorme abismo social en las sociedades keynesianas. Tras largos años de bienestar, se está demoliendo el futuro de estabilidad de las sociedades europeas, en particular el de sus clases medias.
El actual programa de desplazar el trabajo fuera de Europa es parte de un paradigma que seguirá imponiendose. Según parece, el próximo movimiento se estaría fraguando en torno a Corea del Norte, donde buscarían instalarse empresas occidentales para poder contar con una masa trabajadora de millones sometidos a una dictadura áun peor que la china y cuyos salarios serían logicamente también mucho menores. En ese nuevo capítulo globalizador, sería la nomenklatura comunista del Estado norcoreano quien recibiría directamente pagos y beneficios. Un negocio redondo para ambas partes y un paso más para la hegemónica fórmula tractora del desarrollo global con epicentro en Asia: capitalismo y dictadura.
En Europa, después de veinte años acumulando y concentrando poder económico, institucional y mediático, el modelo berlusconiano con sus diferentes variantes ha demostrado ser un grotesco fracaso. La desaparición de su corrupto modelo de desarrollo plantea a su vez un gran vacio paradigmático entre las sociedades occidentales que fueron hipnotizadas con las quiméricas aspiraciones thacherianas de capitalismo popular. Valga el ejemplo del Reino Unido y de Gordon Brown, el sustituto de Tony Blair en aquel espejismo llamado Tercera vía. Su propaganda mantenía la idea de que el crecimiento sería perpetuo. Cuesta creer, pero así fue, que semejante crecepelo economicista fuera sostenido por mayorías laboristas. Qué decir del milagro español y las casi dos décadas de gobiernos de Aznar y Zapatero impulsando y manteniendo una burbuja inmobiliaria para singular beneficio de constructores, banca y otros especuladores. Una verbena financiera donde el crédito hipotecario llegó a alcanzar plazos de 50 años en un ambiente que promovió la edificación megalómana de grandes obras públicas, endeudamiento presupuestario y la masiva corrupción de la clase política.
El ficticio modelo de crecimiento fundado en el crédito y la especulación ha terminado convirtiéndose en deuda y acumulacion de impagados, abriendo así paso a una recesión que anticipa el tránsito hacia una República de Weimar de dimensiones europeas.
Todavía es una especulación aventurar el color de los uniformes que, tras el descrédito de la partitocracia, podrían comenzar a desfilar por avenidas y ciudades dormitorio atestadas de parados. A pesar de los intentos por desorientar sobre las perspectivas de futuro invocando brotes verdes, como quien cree ver o quiere hacer creer que hay un oasis en el desierto o una costa en el oceano, lo más probable es que la crisis vaya agravándose. No sólo no hay un plazo real de salida, sino que se está ocultando a la población el callejón a donde se ha conducido a Europa tras el desmontaje de buena parte de su sector industrial y de servicios para su traslado fuera.
Durante las pasadas décadas, el modelo que ha ido acumulando poder en las instituciones de la UE ha venido acompañado de la falta de redes comunicativas entre europeos. No existen televisiones, ni radios, ni periódicos o revistas a escala continental que nos permitan convivir mediáticamente como Unión Europea. En consecuencia, no hay una opinión pública europea que viva en unión y pueda controlar el ejercicio del poder en esa dimensión continental.
Ese déficit comunicativo no responde a motivos económicos. Entre una población de más de 500 millones de europeos sería rentable una publicación que la suscribieran o adquirieran tan sólo 50.000 ciudadanos. Una cifra no especialmente alta en un tiempo de digitalización e internet. Los motivos para esa carencia informativa son otros. Tienen que ver con aquellos intereses que desean que el manejo del poder se haga sin luz y taquígrafos; sin una opinión pública europea que pudiera controlar ese ejercicio.
No cabe esperar una salida a la crisis mientras no se produzca un cambio de paradigma en la globalización. A los productos fabricados en condiciones laborales o medioambientales que no cumplan con los requisitos que se exigen en Europa se les debería impedir su comercializión, o bien imponerles tasas que compensen la producción en Europa de aquellos productos que sí cumplan con la normativa. No hay atajos. Mientras se siga permitiendo la comercialización en Europa de bienes y servicios al margen de los requisitos que se exigen intra muros, tal y como viene sucediendo, la producción seguirá abandonando el continente para aprovechar mejores condiciones. Con la deslocalización seguirá aumentando el paro, la precariedad y la pobreza.
Resulta urgente dar pasos en la democratización institucional de la Unión Europea, que se ha convertido en rehén de los Estados-nación y colaboradora de un modelo antisocial de globalización. La ciudadanía ha dejado de asociar a la Unión como un instrumento de progreso y bienestar. El despotismo tecnocrático centrado en los intereses del mercado debe dar paso a la configuración de un espacio comunicativo europeo. Sin medios de comunicación que sustenten una opinión pública continental y sin elecciones europeas que permitan a la ciudadanía elegir la orientación política de un gobierno europeo o cambiarlo, Europa no tiene futuro, al menos uno que valga la pena construir sobre una Europa Federal como unidad política para una sociedad democrática.