Una de las piezas más importantes de todo proceso revolucionario es, sin duda, el ejército. Aunque con sonadas excepciones, la determinación de las Fuerzas Armadas acaba definiendo los contornos del futuro.

La primavera árabe ha triunfado únicamente en países donde el ejército adoptó una postura pasiva, aunque en absoluto neutral. Siria y Libia son recientes ejemplos de una aritmética histórica que no falla: si los militares se oponen, el cambio se frustra. Egipto ha corrido una suerte muy distinta debido a la permisividad de unos generales poco partidarios de la fórmula sucesoria que ideó el depuesto Hosni Mubarak. Pero, ¿por qué el final de este proceso nos parece tan lejano?

En este tipo de situaciones, los occidentales tendemos a pensar en el fantasma de la revolución islámica iraní. En aquel intenso bienio de 1978-1979 confluyeron muchas de las insatisfacciones que vemos ahora en las calles de El Cairo. A diferencia del país del Nilo, las primeras elecciones celebradas en Irán dieron un más que sospechoso triunfo a las tesis de Jomeini (99,3%). ¿Quién metió la mano? No faltan las voces que nos hablan de un pacto entre bambalinas urdido por el ayatolá y gran parte del desconcertado ejército iraní. Solo así se explica el fraude electoral.

La contestación que Morsi ha recibido de las Fuerzas Armadas tras su intento de ganárselas mediante la concesión de poderes excepcionales alejan por el momento el temor de un totalitarismo religioso.

La cúpula militar no parece dispuesta a otorgar plenos poderes a la derecha religiosa. Hoy más que nunca las armas hablan en Egipto, pues solo ellas decidirán lo que finalmente ha de pasar.